miércoles, 12 de junio de 2019

HITOS DE MI ESCALERA (38)

En junio de 1985, obtuve el último título de cuantos poseo, el superior, el que incluye a los otros dos que ya poseía. Tras tres años en la infausta Universidad de León, y dos en la magnífica Autónoma de Madrid, me licencié en Historia Moderna y Contemporánea de España, alcanzando estos dos últimos cursos las mejores notas de toda la carrera (y trabajando de forma menos esclava). Yo, de aquélla, por si no lo he dicho antes, no había tenido jamás la idea de la enseñanza en un instituto o similar, en secundaria, que consideraba una profesión que no estaba a la altura de mis cualidades (ejem). Mi idea al realizar mis estudios universitarios se había encaminado siempre hacia la investigación en Historia, y a lograr de un puesto de profesor en la universidad: primero, de becario asociado, luego de profesor titular, y al final, por supuesto, de catedrático, y no de cualquier tipo, sino el mejor catedrático de Hª de España del país. Mis aspiraciones podrían pecar de inmodestia, y acaso de irrealidad, pero yo no contemplaba medias tintas. O todo, o nada.

El problema era que para lograr ese camino, había que ser doctor, y eso pasaba por realizar y superar unos cursos de doctorado, más una tesis doctoral, más un trabajo “colonizador” en un departamento, donde uno asentara sus reales de primera mano. Pero eso no eran problemas para mí en aquel momento, sino sólo escollos a superar. Aunque no pequeños, por cierto. Porque ese año mismo que yo terminé mi carrera, se terminó la etapa en que los cursos de doctorado eran cuatrimestrales. Ahora, el “nuevo plan” incluía cursos de un año entero, y había que efectuar dos. De modo que había que prorrogar mi estancia en Madrid dos años más, lo que dejó de nuevo desolada a mi madre. No fue pequeño inconveniente, como digo, pero se acabó superando, a pesar de la heterogeneidad en la calidad de dichos cursos. Luego, había que buscar un director de tesis. Mi elección recayó en el profesor más maravilloso que nunca me diera clase en la universidad. Se llamaba Antonio María Calero Amor, una lumbrera de mi facultad, llamado a suceder a Miguel Artola en la dirección del Dpto. de Contemporánea de la Autónoma. El título de mi estudio sería sencillo, pero de amplio recorrido: “La II República y la Guerra Civil en la provincia de León”. Calero aceptó mi proyecto, y yo me las prometía muy felices con todo bien encarrilado.

Pero cuando todo parecía que apuntaba en la dirección correcta, con los dos años de cursos terminados ya, y disponiéndome a comenzar la tesis ya desde mi lugar habitual de residencia en León, resulta que mi director de tesis fallece en accidente (con cuatro miembros más de su familia), arrastrado por una riada en unas descomunales lluvias torrenciales acaecidas en Córdoba en julio de 1987. Me quedé sin capacidad de reacción. Estuve unos meses sin saber qué hacer. Al final, un mediocre bastante inútil de la universidad leonesa, de nombre Gustavo Puente Feliz, aceptó dirigírmela. Pero el hueco que uno debe labrarse en cada departamento ya había sido convenientemente trabajado por algunos ex-compañeros míos de antaño, que habían permanecido en León. Y ese otoño de 1987 comenzaría un calvario y a la vez uno de los períodos más creativos y excitantes de mi vida.

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