Como todo lo que comienza ha de acabar, así terminé yo mi
preparación primaria en la EGB. El curso 8º tocaba a su fin, y las perspectivas
se planteaban halagüeñas. Mis notas iban viento en popa, y todo apuntaba a que
la media de mi expediente no bajaría del notable, como así
acabó siendo. Es verdad que los tiempos sobresaliente de media habían quedado atrás (4º y 5º “tan sólo”), pero me encontraba siempre en el cajón del
podio, o muy cerquita, que era de lo que se trataba. Y en éstas, y recién
cumplidos los 13 años en mayo, terminé el curso como estaba previsto y con
las calificaciones adecuadas. Pero yo no habría de coger mis merecidas vacaciones tan
rápidamente, ni tan tranquilo como habría supuesto en mi ingenuidad. Un par de episodios anublaron lo que debería haber sido un motivo de celebración.
A un mes escaso de terminar mi enseñanza primaria sufrí
la última agresión de un profesor a mi persona. Y refiero esto para que también se
sepa que, además de flores, también hay algo de fango en mi historia, como en la de
cualquiera. Impartía matemáticas ¡cómo no!, y era uno de los más respetados
docentes de mi escuela. Siempre fui uno de sus alumnos dilectos, no sé si por lo
pequeño, si por mi atención constante, si por mis contestaciones sorprendentes.
Pero eso no le hacía olvidar que yo debía aprender matemáticas. Y a esas
alturas, los números y yo ya nos llevábamos mal. No tanto como sucedería poco
después en el BUP, pero ya las cosas renqueaban sin remedio. Y, como digo, a un
mes escaso de terminar mi andadura en las aulas del Colegio Antonio González de
Lama, don Esteban tiró de mi patilla izquierda hacia arriba con evidente intención de que
me percatara no sólo de que había hecho algo mal, sino de que los favoritismos
con él no iban reñidos con la justicia. Y, sí, un problema mal resuelto, de “esos
que se los come usted con Nocilla”, fue la causa del episodio. Bien es verdad
que cuando este hombre agredía -en aquélla lo hacían casi todos- jamás se
regodeaba; era su modo de decir: “espabila, o la siguiente…”. Jamás le guardé
rencor por ello, aunque me costó revitalizar mi orgullo y asimilar las risitas de quienes se alegran de los males ajenos, en vez de procurarse ellos algunos bienes a sí mismos. Pero nunca me traumatizó ninguna de sus justas reprimendas, fueran
o no acompañadas de algún capón (su toque preferido). Todavía hoy, ancianísimo
ya, le saludo cuando le veo en León, pues vive al lado de mis padres, aunque él
ya no me reconoce.
El otro episodio fue mucho más grave y tuvo que ver con
una acción de mi padre, ante la flagrante injusticia que se quería cometer
conmigo. Como ya he dejado escrito, a mí se me adelantó un curso al comienzo de
la EGB. Al no repetir ningún curso, y encima sacar buenas notas, me planté
acabando 8º con 13 años, edad con la que iba a iniciar mis estudios de
secundaria en el instituto. Pero pareció que había un problema. La edad mínima reglamentaria
era de 14 años, y yo no los tenía. Con lo que a la infausta directora, la ya
mencionada “Taconines”, no se le ocurrió otra cosa que decidir que no pasaba al
BUP, y que debía repetir curso, porque la legalidad vigente... etc, etc. Pero tamaña injusticia no debía ser tolerada. Nunca había yo visto a mi padre hecho un basilisco por causas
académicas (él era más de laissez faire,
laissez passer; sobre todo, passer), hasta el punto de que fue al colegio, pidió audiencia, y
delante de mí soltó por esa boca suya -tan parca otras veces- de todo, y mucho
más. Gritó, gesticuló y espumarajó -valga el palabro-, y soltó todo lo que
debía soltar. Al final, amenazó con no sé qué hechos delictivos que no recuerdo
bien, ni él quiere hoy refrescar. Yo estaba totalmente acoquinado, y no sabía el efecto que produciría aquella
entrevista en el ánimo de la directora, pero a los pocos días se nos notificó
que se me había concedido el título de Graduado Escolar, con la calificación
de “Notable”, con lo que quedaba expedita la vía para el ingreso en el Instituto. Pero la cosa no
resultó ni mucho menos sencilla, como se verá en el siguiente suelto de estos “Hitos”.
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