El peregrino reposa tranquilo, ante la catedral. Lleva muchos
kilómetros en sus piernas y muchos pensamientos anudados en la mente. Desde que
salió, en la lejana Francia, ha caminado sus jornadas con regularidad, mientras
su mente se sincronizaba con el trayecto. El tramo más hermoso, el paso por los
Pirineos; también, el más duro. Recuerda que algún momento estuvo a punto de
desfallecer. Pero siguió adelante. No cree en dios alguno. Pero cuando se
decidió, lo hizo para aprender. A cambiar también se aprende. Se lo había dicho
una buena amiga. Hacer el Camino te cambia. Es lo que le hacía falta. Pero había
de hacerlo en soledad. Le hizo caso. Treinta y dos jornadas pasan ahora con
rapidez por su memoria, como si de un vendaval se tratase. Reposa, con la
catedral a sus espaldas. Piensa en su hija, a la que ahora verá cada vez menos.
Piensa en sus padres, a quienes recuerda con mayor intensidad, ahora que ya
desaparecieron para siempre. Piensa en el trayecto restante, en el sol
abrasador, en la meta, en el destino, allá en el Obradoiro compostelano. Son sólo
unos momentos de receso, pero que le alivian como si hubiera dormido varias
horas. Es la intensidad del Camino, que se extiende a todo cuanto forma parte
de él. Pronto recogerá la mochila para dirigirse al albergue que acogerá su
cansado cuerpo, mientras libera la mente por la noche. Tras nueve o diez horas
de sueño profundo, estará listo para una nueva etapa, ya prevista en el plano. Los
pasos engranarán con su monodia la diversidad de sentimientos que el Camino hace
brotar, hasta que logre un encaje perfecto de sincronía. Otra etapa le aguarda.
El final, sólo a doce días. Pero, ahora, el peregrino sueña que descansa,
lejos, en su casa junto al lago.
Monumento al Peregrino, frente a la Catedral de Burgos (Castilla y León, España)
Marzo, 2017 ----- Nikon D500
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