Cuando se llega a Finisterre, se es consciente de que millones antes que nosotros habían pisado sus rocas, aunque no todos con idénticos fines. Pero el final del Camino es tan poderoso, que parece el último de los finales. La mayoría había llegado allí como resultado de una tradición. Si se llega caminando a Santiago de Compostela, menos de cien kilómetros más no asustan. La mayoría los hace. El reto está en el mar, en contemplar el horizonte desde los acantilados del cabo más famoso de la Península.
Una vez allí, el reto es el mar, pero las olas se vislumbran enseguida. El horizonte, algo más lejos, lo hace después. No todos llegan a contemplar el abismo abstracto que se capta desde las alturas del final añadido del Camino. A veces, la niebla lo impide. Otras ocasiones, el cerebro está tan embotado, que sólo se puede sentir: alegría por lo logrado, emoción por la llegada, tristeza por el fin del proyecto, llanto ambiguo, incertidumbre ante lo por venir.
Aquella tarde en Finisterre el sol declinaba y un océano de nubes bajas había descendido irregularmente para besar al océano salado, para aplacar al proceloso piélago traidor. Apenas se veía el agua, pero el sonido nos despejaba las dudas. Allí abajo aguarda la muerte. Pero si se eleva la mirada, la calidez del crepúsculo te instila vida y ánimo para el siguiente recorrido.
El islote próximo ofrece perspectiva y referencia. El oleaje, arrullo continuo.
Finisterre (La Coruña, Galicia, España)
Agosto, 2010 ----- Nikon D300
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