Miro esta
bandera, flanqueada de otros seis mástiles vacíos. Es de mi último viaje a
Barcelona, en las navidades de 2015-16. No me trae más que buenos recuerdos. En
la capital catalana, como en toda la comunidad de Cataluña, cada vez que he
estado, no me he encontrado jamás fuera de sitio, no me pareció que me hallara fuera
de España o se me tomara como un extranjero que paseara por sus calles. Su lengua
vernácula, tan rica, tan eufónica, que sonaba por doquier, se tornaba en
castellano, a poco que notaran que el interlocutor no la hablaba y la amabilidad
de sus gentes siempre sobrepujó la estupidez de algún incidente aislado. Por
otro lado, sus múltiples riquezas (cultural, económica, paisajística, etc.) son
tantas que no caben en escrito tan breve. Cataluña es componente esencial de España,
sin la cual no se entendería bien; pero España, sin Cataluña, tampoco es.
Un día como hoy,
estoy triste e indignado, al tiempo. Esperanzado, también. Y escribo esto al
comienzo de un día histórico de nuestra Historia reciente, por lo que no sé qué
pasará todavía. Pero estoy triste, sí. Porque sé algo de nuestro pasado, y no
tengo tan claro que toda la tensión acumulada no acabe degenerando en algaradas
populares que pudieran ser reprimidas por la policía, y que supusiera el inicio
de una violencia de la que sabríamos su inicio, pero no cuándo terminaría. Triste
también, porque compruebo una vez más nuestra inveterada incapacidad para el
diálogo, que implica siempre toda negociación, en la que todas las partes
pierden algo para ganar algo mucho mayor. Al parecer, se nos olvidaron los
esfuerzos que realizaron los protagonistas de la Transición política española,
donde todos cedieron algo para lograr el consenso más impresionante y duradero
de toda nuestra historia contemporánea.
Pero dicha
tristeza se me ha ido infiltrando poco a poco de indignación. Una indignación,
que a ratos es furia irracional contra la gleba política que nos gobierna aquí
y allí, que ha cometido innumerables delitos económicos, de prepotencia
política, de manipulación demagógica, de inacción ante los problemas, de huida
hacia adelante, sin resolver para nada las causas por las que nos hallamos en
la crisis más atroz de los últimos 50 años. Nos merecemos estos políticos, sí:
les hemos votado. Hemos sido tan estúpidos en un lado como en el otro. Pero el
conjunto de los españoles no nos merecemos semejantes rémoras, semejante
caterva de impresentables que ni hablar saben -unos- o que mienten sin pudor en
sus incendiarias alocuciones -otros; y todos, a la vez-.
Con todo, me
puede la intuición de la esperanza. La idea de que, transcurrido el día de hoy,
ante el que todos nos hallamos expectantes, el sentido común español y el seny catalán se encuentren por una vez,
y nos sentemos todos a cambiar las cosas que deben transformarse para adaptarnos
al día presente, a lograr un consenso que luego refrendara el pueblo catalán y
el español, e inauguráramos una nueva etapa de gobernación limpia, comprensión
mutua y racionalidad imperante, donde los sentimientos -inevitables- participen
siempre en un segundo plano, o en un tercero si el primero no fuere
suficientemente sólido.
No me gustan las
banderas. No me gusta su simbolismo ni el uso que la mayoría de quienes no
tienen otra cosa hacen de ellas. Sí me gustan como motivo estético, ondulante,
móvil, flexible. Ojalá el día de hoy la bandera catalana, que ostenta los
mismos colores que la española, pueda ondear en paz en los lugares donde deba
hallarse, y que la española, cuyos colores son los mismos que la de Cataluña,
pueda coexistir sin violencia al lado de la que en modo alguno es su enemiga,
sino parte integrante una de la otra, la otra de la una.
En el Barrio Gótico de Barcelona (Cataluña, España)
Enero, 2016 ----- Panasonic Lumix G6
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