En la hora azul, todo vuelve a cobrar vida. Aunque el crepúsculo da paso a la noche, esos instantes parece que recargan la energía que todo lo nocturno precisa. En ese período preliminar, la luz inyecta unos contrastes irreales que combinan de otro modo los colores primarios, dándoles una existencia impostada, pero que puede crear gran belleza. Sobre todo, porque no añoramos para nada la realidad: la conocemos de sobra. Son muchas horas al día dejando que el sol modele con lentitud exasperante las mismas aristas y las mismas sombras que sólo cambian de lugar, pero no de dureza. Pero en la hora azul todo se suaviza y se alarga, extendiendo la latitud de los colores cálidos que, por contraste, se intensifican y se hacen más táctiles, más acariciables. Imagínese si no esta misma imagen, sólo dos horas antes. Exacto, sí. El resultado: una imagen más, de tantas. De líneas proporcionadas, sí; de perfección arquitectónica, de acuerdo (¡cómo no!), pero vulgar; corriente; esperable. En la hora azul, lo superfluo se oscurece y lo exquisito prevalece por un juego de temperaturas de color. Y es entonces cuando se pueden admirar todavía más las líneas góticas en su perpetua e incompleta ascensión. Anticípese a continuación el crepúsculo que sobreviene, pero aún no está. Contémplese el protagonismo absoluto de lo que antes se confundiría con el caserío circundante y que apenas destacaría sobre un cielo anodino. Una vez que el milagro se produzca y se tenga todo fijo en la retina (acaso en el sensor de la cámara), uno ya puede cerrar los ojos; y pensar, añorar, soñar.
Catedral de León (Castilla y León, España)
Mayo, 2016 ----- Nikon d300
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