lunes, 10 de octubre de 2016

LA INTENSA VIDA DE GEORGES BERR




Vaya por delante que yo no conocí a Georges Berr. Pero hubo quien me contó su historia. Fue su mujer, en el sur, en un pueblecito costero muy turístico llamado Palavas-les-Flots, al lado de Montpellier. Lo recordaba con tristeza, pero también con orgullo. Murió muy joven. Vivió poco, pero cada día con mucha intensidad. Lo aseguraba ella, que lo conoció desde niña, pues ambos nacieron en el mismo pueblo donde entonces revivía su memoria. Un niño rebelde, que le hacía rabiar y le tiraba de las trenzas. Pero ella sabía que era porque le gustaba, y, claro sólo se quejaba lo justo para que a él no se le quitasen las ganas. Un niño con personalidad que siempre tuvo la libertad como uno de los máximos valores, sin el cual los otros se agostan. Por eso siguió la tradición familiar de hacerse pescador, aunque eso implicara estrecheces. Por eso combatió contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial, por eso fue hecho prisionero, por eso escapó y se hizo un imprescindible en la resistencia. Sirvió de enlace con De Gaulle en Inglaterra, y poco a poco fue subiendo su escalafón militar. La guerra lo exacerbaba, por lo que implicaba, pero sobre todo porque le impedía ver a aquella mujer menuda, con quien se había casado pocos años antes de comenzar la carnicería que el nazismo había instigado. Participó en el día D, pero el verdadero día “D” fue cuando, tras conseguir la victoria en el 45, regresó a Palavas-le-Flot. Cuando abrazó a su mujer, ésta gritó primero de alegría; luego, porque alguna de las medallas que traía colgadas en la guerrera, se le había hincado en un pecho. Los dientes perfectos de la mujer se exhibieron con picardía cuando me narró ese lance. Yo la dejaba hablar con gusto. Tras la guerra, vinieron los hijos, uno de ellos murió de muy pequeño al caerse en un pozo recién abierto; pero otro llegó a prefecto de la Provenza, y llegó muy alto en la vida. Tras la guerra, no volvió a la mar. Continuó un tiempo en el renovado ejército francés. Pero no duró mucho. La disciplina no iba con él en tiempos de paz, y cuando los argelinos empezaron a reclamar su independencia, a él ya le pilló fuera del cuerpo. Ayudado por los padres de ella, regentó una taberna cerca de la playa que les dio para vivir y para no sentir demasiado el peso de un amo sobre las espaldas. Pero había algo dentro que cada poco le provocaba cierta melancolía. El humo del tabaco y el alcohol que bebió por temporadas no le sentaron muy bien. Un cáncer se lo llevó muy pronto, demasiado joven. Dejó dicho que en su tumba sólo hubiera unas pocas flores, del tipo que fuera, pero frescas y rojas o rosáceas. Sólo un nombre y un apellido. Sólo dos fechas. Sólo sus 15 medallas, a la vista de todos. Ésa iba a ser la seña de identidad por la que quería que lo recordaran. Nadie entendió su última voluntad. Su mujer aceptó el encargo, pero no puso las medallas originales, por miedo a un robo ocasional. Ella ha velado su tumba una vez por mes, desde su muerte, hasta que ya su cuerpo centenario no pudo soportar dicha rutina.


Debo confesar, no obstante, que os he mentido. En realidad, no sé quién fue Georges Berr, ni nadie me contó su historia.

Tumba en el Cementerio de Montparnasse (París, Francia)
Julio, 2012 ----- Nikon, d300

domingo, 9 de octubre de 2016

ANTICIPACIÓN (MICRORRELATO)

Después de tantos sacrificios, tantos besos, tantas súplicas, tantos intentos por reconducir la situación, terminé enterándome de que, en efecto, como me anticiparon, ella tenía un amante. Casi enloquecí y tardé un día entero en reaccionar. Aun así, logré reponerme. La curiosidad me abrumaba. Debía saber quién era, por qué él y no otro, qué intenciones albergaba con ella. Un mundo de preguntas que ansiaba respuestas. Unos cuantos días después y mucha paciencia en pro de la causa dieron sus frutos con precisión. El panorama no resultaba nada halagüeño. Al contrario, era desolador. El tipo era alto, guapo, atlético, culto, de buena familia, educado, refinado, con fortuna propia y posesiones envidiables, en una posición social muy elevada con respecto a la nuestra. Era un tipo inteligente, encantador, atractivo en todas sus variantes. El panorama, no, no era favorable ni propicio a la esperanza: era un yermo desolador que terminaba en un abismo. ¿Y yo? En la comparación, no había registro en que yo ganase, faceta en que yo pudiera sobrepujar tal ventaja. Aun así, no me rendí. Me puse a pensar, a encontrar resquicios de salvación. Pasaron varias semanas. Al final, determiné que sólo podía decantar la balanza en mi favor pensando con anticipación. Sí, debía anticiparme a mi rival. Anticiparme a saber su itinerario cotidiano de vuelta a casa, anticipar la curva más peligrosa y con menos peralte a la entrada de un viaducto, anticipar la compra de suficiente cantidad de aceite, anticipar el modo de arrojarlo sobre la vía en el instante adecuado, anticipar el ángulo de caída sobre el precipicio, anticipación del resultado final victorioso. Pero, sobre todo, y dada mi habitual reserva y desconfianza  todo y de todos, decidí que la clave residiera en anticiparme e instalar en su coche un dispositivo que bloqueara por control remoto la dirección e impidiera el giro del volante en el momento preciso. Ahí estuvo la diferencia, ahí hallé mi ventaja: en la anticipación.

Del libro inédito Micrólogos, 2012.


sábado, 8 de octubre de 2016

LA PERSISTENTE OMNIPRESENCIA DE LOS RITMOS




Me fascinan los ritmos. Ahora que lo pienso, me recuerdo fotografiándolos toda la vida. Desde mi primera cámara réflex, adquirida allá por el 87, hasta hoy. Siempre que veo un motivo que se repite, que construye unas líneas, unas convergencias, un recorrido que me lleva la vista hacia otro punto, no puedo reprimirme. Hoy, menos aún, que llevo el móvil encima y es muy fácil no dejar escapar una ocasión que, si bien a veces se repite, otras cobra luz una ordenación diferente, unos colores discontinuos, unos puntos que generan rectas o curvas que mis ojos no reconocen y, por ello, buscan captarlo, aprehenderlo, conocerlo; o, tan sólo, paladearlo.

Se dirá que los ritmos no contienen demasiada semántica. Que son forma pura. Que incluso como forma pura son bastante simples. Y en muchas ocasiones, así es. En otras, por el contrario, la mirada es dirigida hacia un punto de fuga que es el objetivo real de esa imagen; o bien busca mostrar la suciedad o la prístina limpieza de un lugar, o la alegría de un instante (como en la imagen mostrada hoy), o el orden inmaculado establecido por quienes aman el cosmos y no el caos. Pero admitamos que los ritmos son, en esencia, formas puras. ¿Ello les resta interés? ¿Acaso no son bellas ciertas formas puras? ¿No se nos alegra el alma contemplar selecciones de la realidad que pasan a ser nuevas realidades enmarcadas por un ojo hábil? Es verdad que mi ojo, como digo a menudo, no observa en sentido panorámico, sino rectangular, por deformación de mi actividad fotográfica. Es cierto que, por hábito (y por interés), suelo ver líneas y puntos, convergencias y divergencias, alternancias y disonancias, donde habitualmente pasamos de largo, por ser algo que vemos todos los días. Pero, una vez encontrado el patrón, una vez detectada la repetición y logrado el encuadre que dote a ese rectángulo de impacto visual, todo lo que resta es disparar, conservar, editar y mostrar.

Desconozco por qué me gustan tanto. No sé las causas por las que es, casi de seguro, el único tema que se ha mantenido presente conmigo desde los primitivos inicios. También sé que a algunos de quienes ven mis fotografías con asiduidad me preguntan por qué tantos ritmos pueblan mis galerías (los prudentes), y que otros, directamente, me dicen que si pongo tantos ritmos es porque ésa es mi temática básica y, como temática básica, es bastante pobre (los más lanzados y agresivos). Pues no sé. Afanarme en saberlo no me quitará ni una hora de sueño. Pero sí sé que, le pese a quien le pese, seguiré fotografiando ritmos hasta que la artritis o el alzheimer pongan freno a mis obsesiones. Y con eso queda todo dicho. Creo. 

Decoración floral de papel en Montignac (Dordoña, Aquitania, Francia)
Julio, 2010 ----- Nikon d300

viernes, 7 de octubre de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (8)

Tengo que agradecer a los númenes del universo ser una persona inteligente y, como ya he dicho, a mi abuelo materno en particular haber modelado esa inteligencia en los primeros años de vida, que es cuando hay que darle cierta forma y estímulo constante. Pero, también, debo dar gracias por no haber sido tan inteligente como para haber resultado brillante. Y es que nunca fui brillante. Lo repito mucho en clase, para intentar servir (sic) de modelo a las nuevas hornadas de hormonados púberes.

Nunca fui el número 1 de la clase. En la primaria, me mantuve siempre en el grupo de cabeza, con tres o cuatro alumnos buenos -ninguno brillante, tampoco-. Pero aunque andaba cerca, solían superarme unos en una cosas, otros en otras. Yo lo atribuía a la diferencia de edad, a que siempre eran todos un año mayores que yo. Me intentaba justificar con eso, pero la verdadera razón es que ellos eran mejores que yo académicamente. Así de simple. Luego, en la secundaria, los dos primeros cursos del BUP fui una sombra de mí mismo, e incluso llegué a suspender evaluaciones. Pero ingresado en el Bachillerato de Humanidades, volví a destacar otra vez. Pero pese a que volví a los puestos de cabeza, otro muchacho -altísimo, elitista, solitario, arrogante, inteligentísimo- me impidió siempre llegar a considerarme el número 1 de clase. Tuve la buena suerte -algunos la tildarían de mala- de que eligiera la misma carrera que yo, y él, que -éste sí- era brillante académicamente, me cerró el mítico paso al número 1 que yo ansiaba siempre por aquel entonces. Nunca le pude superar, salvo en un par de exámenes puntuales de Arte. Cuando marché a Madrid, en la Autónoma, la historia se repitió: estaba siempre arriba, bien arriba, pero siempre había alguien mejor.

Pero yo pienso que esa eterna posición de secundario dentro de las élites forjó mi carácter superador, esforzado, paciente y constante. O al menos, yo lo creo así. Si hubiera sido alguien brillante, quien, con sólo hojear cada cosa ya me quedara bien asimilada, o las cosas no me hubieran costado, estoy seguro de que mi carácter sería diferente y acaso no habría conseguido lo que hoy tengo. Mi vida habría sido otra, pero no creo que hubiera podido reseñarla desde presupuestos de tanto bienestar mental.

Por eso, cuando a mis alumnos les comento un examen y les señalo sus errores, siempre les digo que para el común de los mortales el único modo de crecer, de aprender, de adquirir destrezas, de superar cotas, es siempre la repetición, la horrorosa repetición, la estúpida repetición, pero también la bendita repetición, gracias a la cual conseguimos algunos ser más y mejores de cuanto seríamos sin ella. Es la única metodología que podemos seguir la gente común. Los genios recorren otra senda. Pero, como les recuerdo con insistencia, no abundan. Y en 26 años de docencia sólo he tenido a dos alumnos que se han acercado al concepto. Y aun así, ambos han logrado lo que tienen con tremendas dosis de trabajo continuado y perseverante aplicación.

Debo agradecer, pues, no haber sido brillante. Y esta sorprendente afirmación viene de no tener nada claro que, de haberlo sido, me hubiera forjado en la superación constante a la que mis carencias me abocaron siempre.

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