jueves, 10 de noviembre de 2016

EL VERDADERO INTERÉS A LA HORA DE DECIDIR

El señor Eduardo Punset, alias divulgator, en su artículo de la serie Excusas para no pensar del XL Semanal de 2 de diciembre del corriente, nos deleita con un tema que podría gustarle a cualquiera: la toma de decisiones. Según parece, hasta el momento presente, primaba la teoría de los economistas, según la cual, el mayor beneficio es siempre el móvil principal, es decir, el egoísmo propio. Pero, no, los neurocientíficos han llegado a otra conclusión: se ha detectado la importancia de los sentimientos innatos o del andamiaje emocional a la hora de decidir. De modo que serán condicionantes sociales y no sólo individuales los que intervengan a la hora de decidir dónde está el premio y la recompensa. De ahí, sigue diciendo Punset, a sugerir que existe un programa moral innato no hay más que un pasito. Y algunos ya lo están dando.  

Diario inédito de 2007, entrada de 18 de diciembre

miércoles, 9 de noviembre de 2016

EL AGUA, ESENCIA PRIMORDIAL




Debemos ser conscientes de que todo, todo, nació ahí, en el agua. Es nuestro caldo primordial, en el que deberíamos sentirnos protegidos, como lo fuimos antaño en la calidez amniótica de nuestras madres. Debemos agradecer todo al agua. A ella pertenecemos, ella nos constituye, ella nos alberga, ella nos acoge. El agua nos creó. Somos agua. Ella y nosotros formamos una esencia única, sostenida por la tierra y circundada por el aire. Las esencias más íntimas son aquello a lo que regresamos cuando todo se derrumba. Y en su compañía, algún día desapareceremos, disueltos en su materia informe que, sin embargo, todo lo abarca. Prepararnos para la unión última comienza por contemplar con admiración hasta la más mínima imagen que su combinatoria infinita nos procura.

Playa de Penarronda (Asturias, España) 
Septiembre, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

martes, 8 de noviembre de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (9)

1975 fue un año redondo. Por una parte, tiene lugar un hecho capital en mi existencia. Por otro, muere Franco. De esto último, hablaré otro día. Por aquel entonces, e iniciado mi último curso de la EGB, yo era un consumado lector de tebeos que me bebía con la colaboración de alguna vecina y de adecuados intercambios que en aquel entonces se podían efectuar en algunos quioscos. Aunque haya quien no se lo crea, en aquellos años, por 10, 25 o 50 céntimos de peseta, podías dejar el tebeo que quisieras, que podía ser uno tuyo, y llevarte para siempre otro que no tuvieras o no hubieras leído aún. Si luego de haberlo leído y releído, querías volver a cambiarlo, el proceso recomenzaba. Mi familia no andaba sobrada de dinero, y mi madre controlaba la economía familiar con rígido celo. Y yo siempre pedía más intercambios de los que me podían conceder.

Yo precisaba de forma constante más material que llevarme a los ojos. Y esa ansia se la comunicaba a quien quisiera oírme. Mis padres lo sabían, pero era como si oyesen llover. Mis amigos no es que no me escuchasen, pero no entendían mi perentoriedad. Hasta que uno de ellos, Alfonso, que durante varios años sería mi mejor amigo, se marcó una de las chulerías que más impacto me produjeron en mi vida. Se extrañó de que no conociera la Biblioteca Pública y, ufanándose, me relató la existencia de la posibilidad de hacerse socio y poder ir allí a leer. Con los ojos como plazas de toros, le urgí a que me contara todo lo que sabía. Con morosidad, como obteniendo cierto placer en mi urgencia, me desgranó muy poco a poco los “secretos” de cómo hacerse “socio” de tal institución. Los escollos a salvar eran ¡una foto de carné!, y unas pocas pesetas, que, como es natural yo no tenía. Había que pasar por el filtro de mi madre. Aunque luego todo consistió en labor de zapa y asedio. Mi madre, de mano, decía que no a todo. Luego, ya iba viendo. Pero tras varias semanas, acabó accediendo. Imagino que lo haría para verse liberada de mi insistencia, y porque acaso se ahorraría algún dinero, si lograba tenerme entretenido por otros medios.

Pero lo mejor estaba por llegar. Cuando ya formalizados los trámites, logré tener aquel carné -que aún conservo en casa de mis padres- y, contentísimo, subí las escaleras que llevaban hacia el primer piso, a la sala infantil, yo no cabía en mí de gozo. Recuerdo a la perfección aquel recinto, y la cara del bibliotecario que guardaba su entrada, muy delgado y serio, pero buen profesional. La luz lo inundaba todo, y las mesas, bajitas, estaban rodeadas de unas sillitas en consonancia. También había unos pocos asientos individuales, como silloncitos pequeños, que eran muy golosos, y que había que esperar para lograr hundir los reales en ellos, pero que cuando se lograba, a uno le costaba dejar el tebeo correspondiente para no perder la plaza.

En aquella sala yo entré en un universo propio lleno de personajes salvajes, de obras infinitas, de versiones de los clásicos adaptadas al cómic, todos ellos impensables para mí. Algunos viernes por la tarde y los sábados por la mañana, aprovechando que iba mi madre a comprar a la plaza, yo seguía camino e ingresaba en el palacio de la Biblioteca Pública de León, donde las horas pasaban siempre demasiado deprisa, porque la sirena de cierre me sorprendía siempre en alguna aldea de irreductibles galos, o con la última chapuza de Pepe Gotera y Otilio, o con tantos y tantos personajes y mundos que ahora se me han difuminado, pero que crearon el humus del que mi voraz apetito fue dando cuenta para dar saltos cuantitativos y de mayor envergadura cada vez, hasta ser el lector que hoy soy.


Mi amigo Alfonso estaba muy orgulloso de haber sido quien me trasladó el secreto de aquella institución. Y un buen día me asestó un golpe certero, definitivo, que lo inmortalizaría ya para siempre en mi memoria: “Por cierto, ¿tú sabes que hay una sala de préstamo, y que te puedes llevar libros a casa?”

lunes, 7 de noviembre de 2016

ETERNO COMBATE DE MAR Y ROCA




A las rocas y al mar no les interesan nuestras cuitas. Les resbalan las preocupaciones que nos atribulan a diario. Lo suyo es un combate a muerte en el que ninguno vencerá al final, y cualquier batalla ganada hoy supone una derrota y un nuevo comienzo mañana. No nos escuchan. No les interesamos. Ellos saben que el secreto de la permanencia es la monotonía y la rutina, salpicadas de cuando en vez de llamativos excesos, que nosotros llamamos temporales, tifones o galernas. Pero sólo son excepciones. Es mejor, piensan, que nadie cobre expectativas sobre ellos, y que nos conformemos con asistir a su combate sin fin; y en esa lucha constante nosotros sobramos. Si nos metemos en medio, podemos salir mal librados, pero la disputa, telúrica y ancestral, no es con nosotros. Ambos luchan con armas diferentes y ambos se sienten muy fuertes. Uno abusa de la blanda paciencia, el otro de la irreal rigidez. Uno ataca siempre, mientras el otro no deja de defenderse. Ése es el pacto, y no hay alteraciones de guión. Es un problema aritmético de resistencia. A veces, un farallón cae, y la victoria parcial se le apunta al mar. Pero son espejismos. Todo lo que el mar demuele, se acumula en su fondo, y con algunos millones de años más, se vuelve a construir y levantar con paciente lentitud, si es que una abertura en la corteza no lo rehace todo de golpe a velocidad magmática. Es un combate eterno, con vencedores parciales, pero donde no habrá ningún vencedor a la larga. Cuando nuestro sol se harte de devorar su propio combustible, agigantará su cuerpo hasta absorber y derretir los más cercanos de quienes orbitamos entorno suyo. Entonces, ambos contendientes desaparecerán para siempre de su combate eterno. No lo llegaremos ver. Pero nos complace imaginarlo.

Roquedo costero en el borde occidental de Cudillero (Asturias, España)
Septiembre, 2016 ----- Nikon d300

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