martes, 16 de agosto de 2016

OTRO DIARIO DE JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

Sí, ha vuelto a suceder. Ha aparecido un nuevo libro de Martín. Me lo compré hace un par de semanas y entre ayer y hoy me lo he despachado.

No sé qué ocurre, pero me bebo sus diatribas con una facilidad que me hace cuestionarme determinadas cosas. Sus libros amalgaman el subjetivismo más egotista, con la crítica más feroz que no se excluye de cuando en vez a sí mismo. El diario convive con la cita, el chisme, las cartas, la oralidad transcrita y el comentario. Tiene de tarde en tarde alguna inspiración ingeniosa y alguna página magistral. Pero por lo común su prosa es bastante plana, su sinceridad, relativa; su tendenciosidad, difusa y heterogénea; su egotismo, intercambiable. Es una curiosa mezcla de alquimia extraña que confiesa además ofrecer sin pulimento, sin correcciones ulteriores. Desde un punto de vista exclusivamente literario, merecen la pena algunas páginas, determinadas citas ajenas y alguna paradoja ocurrente. Poco más. Y sin embargo, me leo sus libros con voracidad preocupante.

Posee algunas cualidades que a mis ojos le muestran grato. Sus apuntes, artículos y críticas literarias son breves, tres páginas como mucho, y sus anotaciones diarísticas ofrecen una extensión todavía más exigua. Su modo de retratar las anécdotas del submundo pseudo-literario (que es como se deberían denominar los alrededores de la escritura, cuando ha concluido la composición de la obra y se ahonda uno en la obligación de venderla), ese modo, digo de rescatar pinceladas de un submundo con tantas bajezas, pasiones e ignominias como cualquier fragmento que tenga que ver algo con el hombre, ese modo resulta muy atrayente, aun siendo consciente de su selección parcial. Y lo es porque desmitifica lo que habitualmente se diviniza en exceso. Pero también porque cada uno albergamos en nuestro interior a un portero (o portera), más o menos inquisidor, más o menos cotilla, pero que  existe siempre.

Por otra parte, sus opiniones sobre el amor, la pareja, la amistad, de carácter solitario y grandes dosis de cinismo pero concienciada veracidad, enlazan bien con mis propias opiniones. De igual modo, sus costumbres lectoras, de paseo, de librerías, de saldos, de charlas, y otros etcéteras, conectan a las mil maravillas con mi persona solitaria necesitada de espejos en que verme reflejado. Para colmo, es profesor, y tiene gafas. Claro que a mí no me gustan las multitudes (aun las literarias) ni los guetos, que yo no soy homosexual y que soy algo más guapo, pero como él recuerda bien, nadie es perfecto.

El caso es que por un buen número de razones todos los volúmenes que ha sacado hasta la fecha y que han caído en mis manos, han durado menos en ser leídos que un raro en ser señalado con el dedo. Y no me avergüenzo de ello, o sea que todo queda dicho.


En el diario inédito Escorzo de penumbra, entrada de 6 de agosto de 1999

domingo, 14 de agosto de 2016

LIBERTAD DE PENSAMIENTO (LLEDÓ)


Hoy, mi sabio amigo me echa una mano, y con tal claridad, como siempre hace, que no precisa explicación alguna

viernes, 12 de agosto de 2016

FINAL DE VACACIONES


Montjuic. Navidades. Último día de vacaciones. La pareja ha terminado su estancia en la ciudad condal, han salido del hotel antes del mediodía, como mandan las ordenanzas, se han llevado sus maletitas y, hasta que salga su avión, tren, autobús, etc., se van a apurar las últimas horas lejos de cada. Hasta ahí, todo normal. Pero profundicemos.

Es una pareja joven; en la treintena, digamos. Se han cogido unos pocos días en Navidad, para conocer Barcelona, la bienhallada (y, de paso, alejarse de las familias respectivas, de las que, no se nos oculta a nadie, todo el mundo está harto en estas fechas tan entrañables). Su indumentaria indica que hace frío, pero como se trata de prendas más bien informales y deportivas, parece que cuadra bien con su edad y con sus pretensiones. Ahora bien ¿qué pretensiones? Con ese equipaje, podemos apostar a que los plumas que llevan encima constituyen la única ropa de abrigo que han traído, pues otra no les puede caber en tan minúsculas maletas. Tampoco pueden haber llevado otro calzado que el que llevan puesto, por idéntica razón. De modo que lo que las modernas valijas ocultan deberá ser la ropa menuda y alguna cosa para cambiarse “lo mayor”, porque con un neceser para los objetos de higiene personal ya parecería que las llenaran. O sea, que estos chicos se han pasado dos, tres o cuatro días en Barcelona, con lo puesto, en apariencia joven, informal y deportiva, sin importarles lo que piensan o hagan los demás. Ellos van a lo suyo.

Y por ello, sí, no les importa nadie de alrededor, porque nadie llevaría una maletita color chicle de fresa con bandas de chicle de plátano si se poseyera un mínimo pudor social (en determinados lugares elegantes, dicha impedimenta sería causa de detención, juicio sumarísimo y deportación inmediata). De modo que estos chicos están desinhibidos por completo. Y para confirmarnos lo que se apunta, se están haciendo un autorretrato con el móvil (vulgo selfie), mediante un artilugio telescópico con mando (vulgo palo de selfie) que acaban de mercarle a uno de los hindúes que abarrotan la zona con el gadget de moda esa temporada. En realidad, la poderosa fachada con torres y cúpula y las enormes escaleras que se hallan a sus espaldas les importan más bien poco. Lo que buscan es el recuerdo de que ¡estuvieron allí!, que es lo que la telefonía móvil ha venido a refrendar con su utilísima cámara miniaturizada: certificar de cara a sí mismo y a los demás (sobre todo, a los demás) que se estuvo en tal sitio, y de paso alardear sobre varias cuestiones que ahora no vienen al caso. Y, luego, un paseo por los exteriores de las instalaciones olímpicas de la mítica Barcelona’92. Deberíamos quitarnos el sombrero. ¿Qué mejor final de vacaciones cabría imaginar?

Plaza de la Fuente Mágica de Montjuic (Barcelona, Cataluña, España)
Enero, 2016 ----- Panasonic Lumix G6

jueves, 11 de agosto de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (6)

Mis padres no se ponen de acuerdo en la fecha. No hay documento alguno que lo pruebe con exactitud. Tampoco las fotos dicen nada, porque mi madre tenía la idea de que las pocas ocasiones en que nos fotografiaban, lo hiciera a cara despejada, sin gafas. Por eso no puedo saber el momento preciso en que yo inicié mi andadura de miope oficial que tan amargos momentos me procuró en mi infancia.

Ya en La Bañeza, con 6 años, alguna vez que don Matías me castigaba a los últimos lugares de la clase, yo entornaba los ojillos para enfocar mejor la pizarra. El maestro alguna vez me preguntó si veía bien, y yo le dije que allá atrás del todo no tan bien, que mejor delante, claro; él debió notar algo extraño, pero como yo era buen alumno las más de las veces, y enseguida volvía al pupitre delantero, la cosa no pasó de ahí. Yo no tenía consciencia de que fuera corto de vista. Con buena lógica de niño, yo pensaba que lo que está cerca se ve bien, y lo que está lejos se ve peor. ¡De cajón! Pero mi nueva vida en la capital leonesa depararía novedades en ese pensamiento.

El piso de León era un primero muy oscuro. Y yo, de aquella, ya era un lector voraz, como he contado. Teníamos unos vecinos algo mayores que mis padres, con un único hijo, que me sacaría a mí unos diez años. Ese adolescente poseía un tesoro maravilloso que, sin embargo, él no valoraba lo más mínimo: tenía las dos colecciones ¡completas! de El Capitán Trueno y de Jabato, dos de mis héroes preferidos por aquel entonces. La señora Pepa, que así se llamaba la señora, una vez que se enteró de mi hambruna permanente en lo tocante a cómics -que debía releer una y otra vez, pues no había dinero para muchas alegrías- me hizo una propuesta por la que le estaré agradecido toda mi existencia: si prometía cuidarlos bien, me dejaría, uno a uno, todos los volúmenes de las dos colecciones. Recuerdo que me levanté de la silla y pegué un salto que la asustó, pero luego se echó a reír porque me eché a su cuello a darle besos, dándole a entender que no sólo aceptaba, sino que cuando fuera mayor debía decirme dónde y en qué material yo le erigiría una estatua de homenaje conveniente para que las generaciones futuras supieran quién había sido mi vecina Pepa, que demostró una generosidad de la que tantos carecen.

Pues bien, uno a uno, y durante muchos meses, no sólo me los bebí en su integridad, sino que hubo que prorrogar el “contrato”, pues los releí al menos dos veces que yo recuerde. Pero, y aquí viene el asunto grave, mi vista se debió resentir, máxime teniendo en cuenta la oscuridad de aquellas habitaciones, donde apenas llegaba el sol un buen rato por las mañanas.

Yo ya iba notando en clase que las cosas no eran todo lo nítidas que yo hubiera querido. Mis padres tampoco notaron nada raro en que yo leyera aquellos grandes volúmenes con los ojos tan cercanos al papel: lo atribuían a la pequeña letra de los bocadillos del cómic. Además, en aquella no había las revisiones preventivas que existen hoy. Pero un día, imagino que harto de tanto desenfoque, se me ocurrió la cuestión definitiva. Le pregunté a mi padre si veía igual de los dos ojos. Él se tapó uno, luego el otro, y tranquilamente me dijo: “sí, igual”; “pues yo no, yo veo peor del izquierdo”, respondí yo. 

Conclusión: visita al oculista de inmediato. Recuerdo mi sorpresa y fascinación ante lo bien que vi con aquellas lentes que el facultativo colocó ante mis ojos: “sí, sí, ¡qué bien se ve ahora!”. De ese modo ya, de mano, me fueron prescritas unas gafas con 2’5 dioptrías en el ojo izquierdo, y una en el derecho, ambas de miopía. Nada menos. Esto, hoy, no sucedería de ninguna de las maneras, porque se habría detectado mucho antes. En mi caso, y con 9 años, aproximadamente, comencé a llevar unas gafas (horribles) y a iniciar una vida de gafotas, que, sumado a mi tradición de empollón, me procuró no íntimas suculencias, precisamente, sino abundosas desgracias que acaso desgrane en otro momento.

miércoles, 10 de agosto de 2016

LASITUD ESTIVAL



Es tiempo de verano (curiosamente, suena mejor en inglés; una excepción, claro). Ahora es cuando la lasitud se impone, cuando los momentos se recrean con morosidad y memoria, cuando se tiende a dormir más de lo indicado, a olvidar más de la cuenta, a dejar que todo transcurra sin preguntar demasiado por las causas, sin tener mucho en cuenta las consecuencias. Tiempo de siestas, de faunos, de notas pesadas que se repiten en nuestros oídos, vía nuestra memoria. Es tiempo de dejadez y de abulia, de siestas infinitas, de cuerpos abiertos y anhelantes, de dilaciones consentidas, de viajes a territorios imaginados en otoño, en invierno, en primavera. Tiempo de frustraciones ante las expectativas creadas, de hallazgos impensados, de amores fugaces, de comidas pesadas y sobremesas eternas y espirituosas.
La fotografía nos muestra una joven desnuda que sueña o que se despereza, que tal vez se esté despertando o tal vez esté recuperando la consciencia, o que tal vez se disponga a sumergirse en lo más profundo, o puede que ansíe desaparecer. Muestra su cuerpo sin pudor, porque no es consciente de que la miramos. No sabe dónde está, aunque sí que puede reconocer el espacio que la circunda, que es siempre el mismo, siempre que ella no sueñe o fantasee, como hace, acaso, ahora. Su cuerpo nos señala el camino abierto, nos mueve a imitarla, a adormecerse, a soñar…

"El reposo", de Alfred Jean Boucher, en el Musée de Beaux Arts de Pau (Pyrénées Athlantiques, Aquitania, Francia)  
Julio, 2011 ----- Nikon d300


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