martes, 31 de mayo de 2016

ACCIÓN DEL TIEMPO SOBRE EL PAISAJE (Y SOBRE LO DEMÁS)


Este paisaje fascinante es el resultado de una actividad extractiva en tiempos de Roma y fue uno de los lugares más valiosos para el imperio romano. Se trataba de unas minas de oro, muy grandes, y además algo particulares. No había vetas claras, ni se hallaban en río alguno, sino que las pepitas se hallaban mezcladas de forma compacta con la arcilla y la arenisca. Ante la dificultad, la excitación ante la pureza de algunas pepitas logradas, los romanos, inteligentes, pero a quienes el uso de la fuerza no fue nunca ajeno, optaron por lo más fácil: derruir toda la zona, para entresacar por cribado posterior todo el oro posible. Optaron por lo más fácil, aunque supusiera una obra espectacularmente compleja. Es lo que entonces se denominó ruina montium, es decir, arruinar el monte en provecho del codiciado producto final. Se inyectaba desde arriba agua a presión en unos túneles excavados parcialmente, y la acción del agua por su gravedad hacía el resto, derribando paredes, resquebrajando las rocas blandas y aun las duras, hasta que todo aquel conjunto de derrubios, piedras y tierra, era capturado abajo del todo, donde los cedazos y los operarios separaban lo que no servía -la inmensa mayoría- de lo valioso -proporcionalmente menor-; con todo, se calculan unos cuantos miles de toneladas del preciado metal extraídos a lo largo de varios siglos. Como resulta lógico deducir, después de mucho tiempo de explotación exhaustiva, aquello quedó hecho una ruina, y nunca mejor dicho. Pero la acción de la naturaleza, creativa a veces, destructiva otras, modificó el resultado final, para modelar un paraje sorprendente de tierra rojiza mezclada con vegetación caducifolia que hoy calificamos de bellísimo, y que recientemente ha sido considerado Patrimonio de la Humanidad. Si en aquellos tiempos hubiera habido ecologistas, habrían tildado aquella mina de atentado brutal contra el medio ambiente, que sólo buscaba llenar los bolsillos del estado romano. Como se ve, todo puede ser relativo. Ya que el tiempo modifica en buena medida lo que opinamos sobre cada cuestión y la mirada que echamos en cada momento. Todo, sí. Lo modifica todo.

Paraje arqueológico de Las Médulas, en el Bierzo (León, Castilla y León, España)
Diciembre, 2005 ----- Nikon d100

lunes, 30 de mayo de 2016

SUFRIMIENTOS DEL FÚTBOL (Y OTROS SUFRIMIENTOS)

En la final de Campeones de fútbol del sábado pasado, observé algo curioso, que acaso explique bien algo de lo que a nuestro mundo aqueja en profundidad. Como el resultado era escueto, y las circunstancias podían variar a favor de quien iba en contra, y viceversa, en cuestión de minutos, a medida que el partido avanzaba, la angustia de los seguidores se iba haciendo palpable. El realizador de la transmisión, consciente del juego que daban las expresiones de los aficionados, cada poco iba enfocando a algún grupo de ellos, con sus vestimentas y adminículos bien representativos, después de algún lance favorable para su equipo o peligroso por parte del rival. Se veían rostros transidos por la emoción, expresiones de temor, de pánico en ocasiones, de alivio ante el peligro conjurado. Así, todo el partido. Yo entretenía el aburrimiento por la obligación de tener que verlo (familia obliga) con el periódico del día y alguna partida de Scrabble en el móvil. De vez en cuando levantaba la mirada, a ver si la intensidad inevitable del encuentro cedía en aras de mayor calidad de juego. Pero, no. Lo que sí aumentaba eran las expresiones de lamento, susto, terror, placer, según conviniera al episodio observado. Y el paroxismo llegó ya al final, cuando, agotados los cuerpos, las resistencias, y la prórroga de media hora correspondiente, llegó la fatídica tanda de penaltis, en la que todo el mundo sabe que los mejores no siempre hacen valer sus cualidades. Las cámaras enfocaban antes y después de los lanzamientos a los diferentes grupos o rostros. Las manos se tapaban los ojos, que por una abertura minúscula buscaban en cambio poder ver lo que iba a suceder, pero se temía que sucediera de forma adversa. Así, se pudo contemplar a varias chicas y a algún mocetón con las lágrimas formando regueros, incluso antes de que el final del encuentro decantara hacia un lado la apurada victoria y al otro la amarga derrota. Lágrimas, tensión, miedo, terror, en una gama de gestos que podrían tomarse como ejemplo para muchos otros casos, muy alejados de ese mundo. Y, en éstas, mi madre, sorprendentemente muy atenta al desarrollo del encuentro, dijo: “Pobres, hay que ver lo que sufren”. Y ella misma lo dijo ciertamente compungida, como si empatizara con dicho sufrimiento.  Yo, harto ya de todo aquel espectáculo lamentable, me arranqué y solté aquello que llevo diciendo mucho este curso en clase, cuando mis alumnos se quejan de algo: “¿Sufrimiento? Para dolor y desesperación, los de los refugiados sirios, no lo de esos descerebrados masoquistas”. Mi madre me miró, extrañada, y hasta molesta por mi tono. “¿Los sirios?. Y ésos, ¿quiénes son?”. Ya no respondí, porque ¿para qué? Pero de repente entendí todo lo que había que entender sobre ese conflicto que lleva varios años intentando mordernos la conciencia a los europeos desarrollados y deportistas. En vano hasta la fecha, como se puede comprobar sin dificultad.

domingo, 29 de mayo de 2016

EL MILAGRO, TAMBIÉN EN LA CALLE


Creo que se trata de un saxo soprano y un saxo alto. No entiendo tanto de música. Pero creo que sí. Son dos formas cuyo reposo no permite aventurar cómo suenan. Aunque su cercanía los sitúa en un contexto muy concreto. Una calle. Unos músicos que ejecutan sus temas, propios o ajenos, a cambio de unas monedas. Gente joven, seguramente. Muchachos que empiezan, que quieren hacerse un hueco en el siempre difícil arte de vivir de aquello que apasiona. Algo de bohemia, mucha camaradería, tal vez algo de bebida o drogas. Lo usual en estos casos. Pero, no. No en este caso, al menos.

Una banda de jazz de personas, cuya edad media no bajaba de los 40. Vestidos impecablemente. Con dos vocalistas alternativos, cuya dicción sería digna de una escuela de declamación u oratoria. Una estética cuidada hasta los últimos detalles, como los limpísimos cordones blancos de unos zapatos de tafilete negros que parecían de estreno. Unos sombreros cortos, de tweed, gafas oscuras, chaquetas blazier de corte insuperable. Camisas todas muy oscuras. Algunas corbatas de anchura escueta. Pantalones con raya, pero modernos y ajustados, flexibles. La única mujer, blanca, de voz grave, paradójicamente negra. Su vestido, entallado, también negro absoluto, como los zapatos y las medias, pero con un rojísimo sombrero masculino de ala corta; y un collar de perlas desiguales; y un brazo desnudo; y otro brazo cubierto con un guante largo, hasta casi el hombro; y en ese brazo, una pulsera de cuentas vegetales, de curvas infinitas, que sonaban como un instrumento más.

Era el 14 de julio en París. Día festivo. Mucha gente por la calle. Pero en este puente, alejado un tanto del agobiante centro, los dos saxos reposaban al lado de otros instrumentos, sin peligro de que las masas los arrollaran. Era un momento sin música, sólo con palabras de diferentes timbres y colores. Una pausa entre dos tandas. Apoyados en el pretil, los músicos bebían unos refrescos, comentaban, reían. Lo hacían en inglés. Nosotros los mirábamos. A veces, ellos también miraban a quienes aguardábamos que reiniciaran. Pasados unos minutos, ordenada y disciplinadamente, se fueron incorporando a sus diferentes instrumentos. La última en incorporarse fue la mujer. Su largo vestido negro se colocó en el centro. Saludó con una amplia sonrisa. Nos regaló unos agradecimientos, que en su boca sonaron muy sensuales. Entre muchas palabras que no entendí, pronunció el nombre de Sarah Vaughan. También el de Billie Holliday. No hizo falta más. Aguardamos a que el milagro tuviera lugar. Y, sí, se produjo.

Banda callejera en París (Francia)
 Julio, 2012 ----- Panasonic Lumix G6

viernes, 27 de mayo de 2016

1000 FOTOS. TODO Y NADA

No me di cuenta en su momento, porque no siempre me fijo en todos los números. Pero hoy, cuando hurgué por dentro del blog para insertar una nueva entrada, vi la rutilante cifra: 1000 fotos. Justas. Eso quería decir que desde que inicié la andadura de esta Fotografía y Palabra, allá por mayo de 2010, he ido insertando sin prisa y con escasas pausas ese número de fotos. El número de entradas es algo mayor, pero el de imágenes es justamente ése. En esos cuatro números se encierra lo que han dado de sí estos seis años de discontinua tenacidad en mi blog.

¿Qué supone eso? Nada. Y todo. Nada, porque todas esas entradas son un trasunto de lo que es la vida, que sólo transcurre hacia adelante, pero no se detiene por más números con que la anudemos. Todo, porque sin este tipo de objetivos, la vida no sería más que mera supervivencia biológica. Nada, porque en realidad nula trascendencia he logrado con la creación, mantenimiento y prosecución de esta bitácora. Todo, porque gracias a ella he consolidado amistades, he profundizado en la técnica de edición de fotografía digital, he sacado a la luz textos e imágenes que de otro modo jamás habrían sido conocidos. Nada, porque ya ha quedado claro hace mucho tiempo que no me codearé con Cartier-Bresson, Chema Madoz o Ansel Adams en la Historia de la Fotografía; y mucho menos mi nombre figurará al lado de los Monterroso, Quevedo, Borges y compañía, en la Historia de la Literatura. Todo, porque si no hubiera escrito tanto por aquí, con la ilusión de sacar todos esos textos -con la diferente cadencia que cada vez me autoimponía-, yo sería hoy mucho, muchísimo menos y mi autoestima sería algo horizontal muy cercano al suelo de la más plana vulgaridad. Nada, porque con la “publicación” de escritos e imágenes uno ya tiene la impresión de que el proceso creativo se da por completado, y no he insistido lo suficiente en el paso siguiente de buscar la publicación  tradicional vía libros, lecturas públicas, exposiciones, etcétera. Todo, porque mi obra no se ha quedado, como antes, en sus cajones respectivos, y un número de personas (escaso, pero de fidelidad sorprendente) ha podido interactuar con mis obras, disfrutarlas, discutirlas, horrorizarse también; es decir, que mis obras sí han visto la luz y pueden seguir siendo leídas y contempladas.

Con todo, 1.000 es un número poco literario. Es más bien matemático. Si al menos fueran, como Borges apuntara, mil y una, al menos eso le daría un matiz de misterio, exótico, oriental, infinito. Pero para que eso ocurra, sólo debemos esperar un día más, hasta que salga la próxima. Probablemente mañana.

jueves, 26 de mayo de 2016

LA BELLEZA ARTÍSTICA DEL OBJETO ARTESANAL


Lo que se ve en esta imagen son cuchillos de sílex del período que enlaza la época final de la prehistoria egipcia con la histórica y más conocida. Se hallan en el Museo Británico de Londres. Son similares en ejecución al de Jebel el-Arak, que se halla en el Louvre parisino (aunque no en belleza final, pues les falta el mango de marfil). Tienen más de cinco mil años. No tienen un uso cotidiano, sino que son obras realizadas para efectuar rituales religiosos. Fijémonos en las facetas de los bordes, la exquisitez empleada por los operarios para que con los adecuados golpes o presiones saltasen las lascas justas y con las dimensiones adecuadas, obrando siempre al límite para evitar que la pieza entera acabara resquebrajada o rota. Son las obras de unos maestros artesanos de finales del IV milenio a.C. En aquélla, serían unas más de las abundantes piezas que se hallarían en cualquier palacio o templo; instrumentos rituales, objetos artesanas. Hoy los tenemos por obras de arte. ¿Por qué se ha obrado esa transformación? ¿Acaso por su escasez? ¿Tal vez por la añoranza de una técnica que hoy no sabríamos igualar, a pesar de toda nuestra apabullante tecnología? ¿Puede que porque hoy desvinculamos esos objetos de su carácter utilitario común, desproveyéndolos de su valor simbólico religioso, para centrarnos en las emociones que la estética de sus formas nos producen? Es posible que dicha pregunta pudiera generar cierta discusión. En cambio sobre la belleza de dichos cuchillos, nadie podría mostrar reserva alguna. ¿O sí?

Cuchillos predinásticos de sílex (fines del IV mil. AC; Egipto), en el British Museum (Londres, Reino Unido)
Enero, 2008 ----- Nikon d100

miércoles, 25 de mayo de 2016

CORRIGIENDO EL "PALABRERÍO CANALLA" (DICIEMBRE 1998)

Dormir muy poco. Apenas. Pensar de continuo en la obra que estoy ultimando. Compatibilizar vIda diaria biológica, con vida laboral, con vida creativa. Corregir una media de diez páginas diarias a un ritmo enfebrecido. Abusar de los estimulantes, café, té, taurina. Soportar una hiperactividad sorprendente y un cansancio proporcional a mis dislates. Ésa es mi personal forma de entender la bohemia, la libertad.
Divido el tiempo que me resta el trabajo en dos partes principales que tienen que ver con el mismo mundo, pero cuya aproximación al mismo no tiene nada que ver la una con la otra. Me escindo entre mi yo lector y mi yo escritor. Como siempre, sí. Pero jamás como en estos días. Corrijo cinco páginas del Palabrerío, en lo cual invierto casi dos horas. Y me agoto. O me hastío. El modo en que me relajo tiene que ver con la lectura a la búsqueda más de placer licuante que de modos y formas con que aprender. Leo entonces para apurar la magia que este proceso alquímico me produce. Leo entonces para disfrutar, sin más efectos secundarios, por pura diversión, que no es lo mismo que la pura evasión.

Constato esto con la curiosidad del niño que experimenta algo novedoso y que no sabe bien qué consecuencias completas le acarreará, pero que, de momento, se fascina con todo lo que observa y siente. Lo escribo porque nunca me había ocurrido esto. Nunca había sentido esta dulce tiranía que me hace disfrutar horrores, a cambio de generarme una ambigua sensación de monótona rutina obligatoria. Mi estado actual se resumiría con la palabra extrañeza, con carácter positivo, qué duda cabe, pero me siento extraño, como usurpando unos pastos que me parecen ajenos, que aún no percibo como propios, y sin saber qué decidir, si instalarme para siempre en tales predios y alimentarme en lo sucesivo de nutrientes tan ambiguos; o, por el contrario, huir despavorido por el miedo, por la cobardía de asumir mi condición de escritor y pechar con las cargas que conlleva inevitablemente toda vocación.

De momento, bipolarizo mi tiempo y mi dedicación a mis dos vicios solitarios más habituales, pero enfrentándolos de una manera inhabitual. Aguardo, progreso, reflexiono. Mientras, el Palabrerío canalla ultima su ser delante de mi mirada, y antes del miércoles 23 estará en mis manos, listo como un regalo, como una promesa, húmedo y gimiente, como todo recién nacido.

Del Diario inédito Escorzos de penumbra, 1998-2001, entrada de 18 de diciembre

martes, 24 de mayo de 2016

CREPÚSCULO INCENDIADO


Resulta obvio que tener dinero proporciona mayores posibilidades en los diferentes ámbitos de la existencia. Pero tampoco nadie debería dudar que aprovechar las oportunidades que la vida brinda tiene que ver con el cerebro y no con el dinero. Hay muchas situaciones que se podrían definir como teselas de felicidad, en un mosaico siempre inacabado, pero al que añadir pequeñas piezas cada cierto tiempo otorga la ilusión de que se está viviendo y no sólo sobreviviendo, que es a lo que está abocada una gran mayoría de los mortales. Hay muchas situaciones que nada tienen que ver con el dinero, y sí con la sensibilidad, con la capacidad de captar belleza, de enlazar datos, de observar rasgos sorprendentes donde los demás no ven nada. Esas veces van acumulando instantes mágicos que ni siquiera se recuerdan después, pero que construyen la vida, haciéndola plena o tan sólo menos terrible.

Obsérvese esta imagen. Es un crepúsculo muy cromático. Sucedió de repente. Era una día brumoso, pero al caer la tarde, parte de la neblina se deshizo y se dividió en capas, que al ser atravesadas por la luz agonizante del sol, nos fue mostrando un panorama maravilloso al que muchos parecían indiferentes, pero que a mí me impactó de un modo extraordinario. Son llamaradas que parecen movidas por una mente consciente. Líneas y colores que se entremezclan a gran velocidad para componer un espectáculo espléndido. Fascinante. Y que no supuso ningún coste. Lo que enlaza con lo que decía al inicio. Ese momento tan hermoso edificó un poquito más mi vida e hizo mis cimientos más sólidos para seguir aguantando la obligación de existir. Que gracias a la foto que tomé pueda recordarlo ahora, y revivirlo, es sólo una cuestión puramente anecdótica.

Monte de S. Pedro desde la playa de Riazor (La Coruña, Galicia, España)
Septiembre, 2015 ----- iPhone 6 Plus

lunes, 23 de mayo de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (4)

Mi hermano no reportó un incordio para mí en ningún momento. Hasta años después, cuando creciera y desarrollara su muy bien diseñada oposición a todo cuanto yo representara. Pero en mi primera infancia, mi hermano no era más que mi hermano. Ni frío, ni calor. No me molestaba especialmente. No lo quería especialmente. Imagino que sí, porque en las fotos se me nota cercano y cariñoso, pero no me recuerdo tierno o entregado. Mis problemas e intereses eran otros. (Pero esta serie no son mis memorias. Son los momentos especiales: los hitos de mi escalera. Vayamos, pues, a por el que viene a continuación).

El siguiente tuvo lugar fuera de Asturias, de donde nos habíamos trasladado porque los pulmones de mi padre requerían un clima seco; porque si no, le dijeron, se moriría en cosa de meses. Así que -obligado te veas- nos fuimos para su tierra leonesa. Primer paso, La Bañeza, donde tendría lugar no un hito, sino uno de los hechos que marcaron de forma indeleble mi existencia. Y se desarrolló en mi escuela. Al poco de llegar.

Yo tenía 6 años recién cumplidos, por tanto tocaba comenzar mi andadura escolar en la EGB, de reciente implantación. Y, sí, comencé el curso en las aulas de 1º, al cargo de un profesor que se llamaba Luis Baraja, calvo, bajito y barrigón, con el habla muy rápida y nerviosa. No recuerdo más de su persona. Ni si era bueno, ni si era malo. Pero una de sus decisiones resultó capital para mi evolución.

Este señor notó enseguida que yo me aburría en clase. Pero no porque no quisiera atender, sino porque todo lo que estaba explicando yo ya me lo sabía. Y si no todo, casi. Así, un mes y medio. Y este señor, con una percepción muy curiosa, determinó que yo estaba perdiendo el tiempo en 1º, y que si superaba una prueba de curso completo, podría pasar a 2º, donde encajaría mejor para mis aptitudes y necesidades. Ni corto ni perezoso, el profesor planteó la prueba -imagino que con la anuencia de sus superiores, pero desconozco la mecánica de cómo se tramitó todo-. Tuvo lugar un sábado, con pocas horas lectivas, que a mí me cambiaron para que realizara la larga prueba. Del examen, que incluía lo más importante de 1º, yo obtuve un 7'8. Sin más trámite, se me incorporó antes de acabar octubre a la clase de 2º, tutorada por un profesor alto y con cara rectangular como la del monstruo de Frankenstein, llamado Matías Alonso Ares. En aquella, se podían hacer esas cosas. No consta oposición alguna de mis padres. De esa manera, un niño de 6 años comenzaba su recorrido académico “saltándose” un curso, y yendo a ser por los años venideros el pequeño de la clase, el alumno que tenía “un curso adelantado”, el empollón, más adelante el “gafotas”. Todo ello me marcaría para siempre. Para bien. Para mal. Y viceversa.

¿Cómo se había operado dicho milagro o dicha desgracia? Bueno, ya anticipé que tuve algo de niño precoz, aunque nunca nada de genio. Sólo que era espabiladillo, y bien estimulado por mi abuelo, tenía una curiosidad infinita que me hacía estar atento siempre y aprender mucho, a poco que se diera la oportunidad. A ello se sumó, una vez muerto mi mentor, el hecho de que mi madre tuviera mucho trabajo con mi hermano (todavía en Oviedo), por lo que mi madre me matriculó unas horas por las mañanas con una profesora particular en Los Pilares, muy cerca de donde vivíamos. Con aquella profesora cuyo nombre lamentablemente no conservo, profundicé en lo que mi abuelo me había enseñado, seguí leyendo mucho, insistí en las cuentas aritméticas esenciales y, sobre todo, como era una habitación donde había varios niveles diferentes, con niños mayores que yo, captaba todo cuanto se decía y me empapaba de todo lo que se comentaba, lo que luego iba pregonando en casa, para desesperación de mis progenitores, algo hartos a veces de tanto sermón. De ese modo, yo, antes de iniciar la primaria, ya iba adelantado en conocimientos con respecto a muchos de mis condiscípulos. De ahí que cuando llegara a 1º, alguien detectara que todo aquello me venía pequeño. Así fue, como demostró la nota obtenida en aquel examen.

El niño que comenzaba a ir a clase de forma regular principiaba su andadura de un modo anormal y atípico. Dicha anormalidad me vendría muy bien para ciertas cosas, y muy mal para otras. No juzgo a quienes tomaron aquella decisión. Seguro que obraron como mejor les dictaron sus conciencias respectivas. Lo que sí puedo decir es que, si me preguntan, volvería a pasar esa infancia y adolescencia atípicas, no excesivamente felices, a cambio de lo que obtuve, incluido un año de adelanto, que añadido a que me libré de la mili, son dos años de vida que, a la postre me vendrían maravillosamente bien.

sábado, 21 de mayo de 2016

CONSUMIDORES




El ser humano actual se define por muchas cosas, pero una de las más relevantes es la de ser alguien que consume. Servicios, productos, alimentos, aparatos; de todo. Los hay más compulsivos, más recurrentes, más enfermos, pero la realidad es que todos consumimos. En el capitalismo de hoy día, si no consumimos, el sistema se colapsa. Si no consumimos, el proceso interrumpe sus múltiples engranajes. Y si el sistema se derrumba, ¿qué? Ese miedo nos atenaza. Ese miedo justifica nuestra contribución al mismo sistema que nos esclaviza. Ahí está el problema, pero nadie conoce la solución. Una solución a corto plazo, y realista, se entiende. (Con todo, se admiten sugerencias con que poder indoctrinar las escuálidas mentes de nuestros gobernantes, actuales y/o potenciales).

En Noia (La Coruña, Galicia, España)
Mayo, 2016 ----- iPhone 6 Plus

jueves, 19 de mayo de 2016

UN DESEO LATENTE (DE RELATO PERFECTO)

“Aunque sólo uno fuera...” Esto canta Pau Donés (Jarabe de palo), referido a lograr uno de los besos de esa Flaca cubana que lo encandiló. Reseño la frase por su ambigüedad y porque admite todas las salsas del mundo, incluso las más personales y propias, para que cobre el significado que a mí me pareciese en cada  momento.

Ahora, yo podría aplicarlo, sin ir más lejos, y por aquello de explotar la iteración machacona, a un relato que contuviera todos esos elementos que a mí me encandilan y me hacen vivir fuera, vivir dentro. 7-8 páginas, 10 como máximo. Lenguajes variados, sencillos y barrocos, minimalistas y recargados, coexistiendo en apacible e ineluctable armonía. Trama inteligente, absorbente como un papel secante, que involucre y propenda al olvido del mundo, que mueva a la identificación con el protagonista, al lamento de sus desgracias, al diálogo con sus monólogos, a la coparticipación en sus andanzas, a la asunción de su muerte, de su fracaso, acaso de su coherencia, tal vez de su dignidad. Final sorprendente, aunque haya sido anticipado desde el primer instante. Multitud de interpretaciones abiertas, inagotabilidad de las mismas, así que pasen mil, dos mil centurias.

Y, de todo ello, la felicidad más completa, la satisfacción más plena. Y, a continuación, la sensación de vértigo, de vacío, de necesidad perentoria de escribir otro no igual de bueno, sino mejor. Y, por último, elaborar una teoría circular del sueño imposible, de la utilidad del permanente desasosiego ante lo por lograr, y llorar. Quizás.

Del Diario inédito Instantes intestinos e inconstantes, entrada del 22 de Abril de 1998

miércoles, 18 de mayo de 2016

LAS CRUCES DE PUNTA RONCUDO (COSTA DA MORTE)


Cuando viajo, no lo hago nunca para descansar. De hecho, vuelvo siempre al borde del agotamiento, aunque la mayoría de las veces feliz. Por lo visto, por lo comido, por lo sucedido, por lo imaginado, por lo fotografiado, por lo conocido. Sin embargo, a veces no es alegría lo que uno halla, sino la estela de una tristeza que puede condensarse en evidencias que se pueden llegar a captar. 

En esta imagen, tomada en Punta Roncudo, en plena Costa da Morte coruñesa, se aúnan dos referentes para atragantarle a uno el día: una lejana pátina grisácea que avanza hacia tierra, con ganas de inundarlo todo con una niebla sorda e igualadora; y dos cruces de sencillez abrasadora, que nos recuerdan que pisamos una zona de muerte, de muchas muertes asociadas a la mar. (He visitado varias veces esta misma zona, y nunca la he podido ver con un cielo azul que me pudiera quitar la visión que anteriores encuentros me ha ido transmitiendo. Acaso algún día pueda desquitarme). Pero de momento, la imagen de los acantilados, engañosamente bajos en esta zona, me remiten sin poder evitarla a la imagen de los marineros caídos en zozobras que la mar provoca de la manera más aleatoria y cruel. Muertes bajo la niebla azul o gris en un paisaje azotado de continuo, que a pesar de hallarse al lado de zona habitada, resulta agreste y parece alejado de todo, como adentrado en un océano ignoto del que nadie pudiera salir. Siempre que he recorrido este cabo, he salido con un nudo en la garganta, y con la mente traspasada de pañuelos negros y sayas entristecidas por los hombres perdidos, por el luto diluido en lágrimas doblemente saladas, en velatorios de cuerpo ausente y en añoranzas infinitas. Las cruces de la Costa da Morte nos recuerdan que somos sólo eso: jirones de espuma que se mueven al compás de un reloj a quien nadie da cuerda, y que a veces se detiene para siempre. 

Cruces en Punta Roncudo (Ponteceso, La Coruña, Galicia, España)
Agosto, 2011 ----- Nikon d300

martes, 17 de mayo de 2016

GRACIAS, PROFE

El aspecto de las emociones en la enseñanza es algo de lo que no siempre se habla con la intensidad requerida, pero que no cabe duda de que es algo esencial. Pasa con toda profesión que conlleva un contacto humano, sea del tipo que sea, superficial, eventual, intenso, constante, personal, general, etc. Pues bien, siempre que tiene lugar una graduación de alumnos de 2º de Bachillerato, me sobreviene la reflexión de hasta qué punto uno influye o no en aquellas personitas a quienes les he dado el tostón durante uno o más cursos. Cuando en ese tipo de actos (por lo común penosos, pero muy entrañables e intensos) se hace una retrospectiva de los alumnos, de cada uno de ellos, cómo era cuando entró, y cómo es ahora cuando sale, siempre me asoma una sonrisa nostálgica e inquisidora sobre mi persona en relación con ellos. En esas fotos, recopiladas a veces muy apresuradamente y sin apenas criterio selectivo, a veces aparece el docente, -o sea, yo- en alguna excursión, algún aula, alguna situación en la que se distendía la habitual disciplina, y estábamos todos más relajados, y con una actitud más personal y menos académica. Cuando veo esas colecciones de diapositivas me sonrío y pienso que algunos acaso recuerden de uno sólo esos momentos en que yo era una persona como ellos, y no los que yo intenté enseñarles lo poco o mucho que he acabado sabiendo. Es una sonrisa agridulce, he de apuntar. Tiene que ver con el paso del tiempo, con la trascendencia; con la vida, en suma.

Es obvio que son sólo lucubraciones mentales. Me consta, porque algunos me lo cuentan, que para bien o para mal, de mí se van a acordar, fijo. Pero, a continuación, de nuevo, la pregunta: ¿serán más para bien que para mal, o será lo contrario? Todas esas horas compartidas, ¿serán valoradas por lo que intenté transmitirles o sólo quedarán algunas anécdotas, algunos tics, algunas frases fuera de tono? Por fortuna, sólo me hago estas reflexiones algunas veces por curso, más sobre todo al final. Si me lo estuviera haciendo cada día, la responsabilidad o los miedos me atenazarían. Pero estoy seguro que de todo lo mi labor desarrolla, serán los aspectos más sorprendentes los que dentro de unos años, cuando el tiempo arrase lo superficial, me lleven a su memoria. Acaso una palmadita aquí, una bronca allá, un entusiasmo por otro lado, un consejo sentido en otro momento, una felicitación en un examen, una exigencia solicitada por escrito, el abracito con la enhorabuena final por haber concluido el ciclo...

Los alumnos, en general, son vagos, y tienen la misma tendencia al mínimo esfuerzo que los adultos, pero casi ninguno es idiota. Y saben distinguir quiénes les tratamos como seres humanos, quiénes como números, a quiénes nos importa lo que crezcan y a los que les dé igual. Y es en los momentos finales, cuando el curso termina, o en otros instantes, cuando algunos vuelven al instituto y te saludan, cuando los más osados o más vinculados emocionalmente con uno se atreven a decir, bajito -para que los demás no les oigan-, o por carta -los más tímidos y necesitados de espacio para explicarse-, te dicen: “gracias, profe”. Y con eso el ciclo se cierra y las dudas se disipan. Hasta la próxima vez.

domingo, 15 de mayo de 2016

EL GREGARIO VUELO DE LOS ESTORNINOS


Estos pequeños pájaros no tienen la culpa. Pero yo odio a los estorninos. No sólo porque sean muchos y ruidosos, ni porque dejen la zona de sus pernoctas arrasada de defecaciones. Yo odio a los estorninos porque son animales que se mueven juntos, sin individualidades que destaquen, y cuyas evoluciones siguen un patrón por completo gregario e imprevisible. Representan justo lo que más desprecio de las masas y de las colectividades.

El caso opuesto, sería el del águila, la individualidad pura, cuyas decisiones pasan por su propia necesidad, adecuada a sus circunstancias. Pero hoy no hablamos del águila. Hoy hablamos de unas aves que, al igual que los cardúmenes de sardinas o arenques, se mueven al unísono, con una sorprendente habilidad de vuelo, dando a mayores la impresión de que son un cuerpo grande compuesto de pequeños cuerpos que le dan volumen y apariencia. Alguien podría aducir que es justo lo que es el águila: un conjunto de células que actúan a la vez para proporcionarle sus cualidades, que usará para satisfacer sus necesidades. Pero yo digo que no, que no es lo mismo, ni es igual.

Ya digo que, como esta especie no puede elegir, no tienen la culpa, pero ello no es óbice para que yo mire al cielo, los vea, y me revienten sus evoluciones. Más por lo que significan, que por su estética en sí, pues he de admitir que en ocasiones pueden producir de forma aleatoria, azarosa e imprevista, figuras que si tienen la suerte de ser captadas, muestran cierta belleza. Pero no es una belleza consciente. Es un resultado puramente circunstancial, del mismo modo que se puede admirar la belleza de algunas nubes, por su parecido casual con algo que nos llame la atención. La intención de las nubes es la misma que la de los estorninos: ninguna.

Como se puede apreciar con facilidad, viajan en grupos numerosísimos, y en vuelo las bandadas pueden ofrecer formaciones esféricas, elípticas, alargadas, que se afilan o engordan, que se contraen o se expanden, sin que en apariencia sigan las órdenes de un líder. Es como si algo instintivo, ancestral, moviera sus resortes con anterioridad, y ellos siguieran al pie de la letra sus dictados. Tal vez sea un mecanismo de defensa frente a depredadores, pero me da igual. Yo odio a los estorninos. 

Y sin embargo, de cuando en vez los fotografío. Porque en ocasiones, sus evoluciones me hipnotizan, como los movimientos de las olas o el fuego de las hogueras. Y a veces alguna de esas imágenes tiene cierta inteligibilidad, cierta estética que justifica el instante. (Más contradicciones que almacenar). Aunque, a veces, la contradicción permite obtener una maravilla como esto que observarán, si siguen este enlace. Ya me cuentan, si es caso. Pero, eso sí: yo sigo odiando a los estorninos con la misma fuerza de siempre. Con la misma que me obligo a tomar la cámara cada vez que se acercan a mi parque y empiezan a caracolear delante de mi edificio. A ver si cae algo. Y, a veces, cae.

Estorninos sobre el Parque de Ferrera, en Avilés (Asturias, España)
Noviembre, 2006 ----- Nikon d100

sábado, 14 de mayo de 2016

CONOZCO A KARMELO C. IRIBARREN

Llueve ligeramente, y me alegro. Ver llover a veces me produce una repentina alegría, sobre todo cuando tengo mucho trabajo -como es el caso- o bien no me apetece hacer otra cosa. Y llueve poco, pero lo suficiente como para no provocar ninguna tentación que me saque al exterior.

(El parque ya tiene todos sus árboles vestidos de nuevo. El ciclo vital prosigue su poderosa andadura, y cada hoja añade un verso chiquito al inagotable drama. El contraste entre el verde intenso de la arboleda y el gris veteado del cielo me produce una sensación inquietante. No entiendo por qué causas.) 

He comenzado el día leyendo, como siempre que tengo un día para mí solo. Esta vez ha sido un autor de quien lo desconocía todo. Un poeta y diarista vasco, llamado Karmelo C. Iribarren. Compré su libro Diario de K pensando que era un diario. Y lo es, pero no al uso. Su modo son las frases de una o dos líneas. Sin referencias cronológicas. De una sinceridad brutal -esperable-. De una consistencia apabullante -esperable-. De una belleza en ocasiones desconcertante -inesperada-. Sus frases como aguijonazos me obligan a mirarme a mí mismo sabiendo que miro a otro, pero que es mi reflejo lo que me devuelve la mirada. La condensación de su pensamiento en espacios tan diminutos, provocará envidias rencorosas en los aquejados de verborragia (como yo). La asunción de su falta de talento hermana su figura con la mía, y lo incorpora definitivamente a la lista de mis autores esenciales, a sólo 50 páginas de haberlo conocido. La última frase que me impidió seguir, da una idea de su recorrido: 

“Cuando se tiene un talento limitado, como es mi caso, hay que exprimirlo al máximo, sacarle hasta la última gota. En esta operación de estrujamiento se cometen muchos errores: no se puede apretar y ser delicado al mismo tiempo. Pero es la única manera de acertar alguna vez”

Y hasta aquí puedo escribir. Hoy, al menos.

viernes, 13 de mayo de 2016

PARA FOTOGRAFIAR Y ESCRIBIR


Esta bitácora lleva como título “Fotografía y palabra”, desde sus inicios. No ha habido cambio en su enunciado. Es la esencia de su autor, que escribe palabras y realiza fotografías. También ocupa su tiempo en otras cuestiones, pero al final siempre acaban desembocando en el mismo canal de deyección: o un escrito o una imagen. Es mi seña de identidad, que por otro lado no es original, pues muchos más la tienen a gala. Pero es la mía. Cualquiera que me conozca, lo sabrá re-conocer.

Pues bien, cuando en una feria de antigüedades, mercadillo, mercado de saldos o similar, veo los instrumentos con los que trabajo, sobre todo si son antiguos, me esponjo, me enternezco y dejo volar mi imaginación. Admiro la belleza de sus diseños, finjo un ataque de melancolía retrospectiva y si hay alguien a mi alrededor, miento un poco y digo “quién pillara aquellos tiempos”. Luego, claro, comparo esos deliciosos objetos con los mucho más feos y frágiles con los que ahora realizo tales tareas y me digo que no los cambiaría por los antiguos, ni harto de chicha colombiana. Mi ordenador y mis digitales, por encima de todo. Ahora, eso sí, a la hora de sacarles una foto de interés, lo antiguo ofrece mejor perfil y más acusada fotogenia. Lo nuevo suele ser efímero y mostrar tendencia hacia lo feo. Como bien se puede apreciar en las protagonistas de la imagen superior, que estarán viejas y probablemente ya no funcionen, dada su cronología, pero con toda seguridad son mucho más bonitas que las cámaras que hoy utilizo y el impresionante armatoste con que tecleo estas líneas.

Rastrillo de antigüedades en Saint-Ceré (Lot, Midi-Pyrénées, Francia)
Agosto, 2014 ----- Panasonic, Lumix, G6

jueves, 12 de mayo de 2016

HITOS DE MI ESCALERA (3)

Durante cinco años, cinco meses y dos días, yo fui la estrella de la familia, el rey de la casa, los ojitos de mamá, el corazón del abuelo, y todas esas bobadas que se dicen en estos casos.

Fui un niño precoz, ya lo dije. Tuve buena memoria, buenas capacidades y un entorno tranquilo, pero lo más importante es que dispuse de mi abuelo para dar réplica a mis insistentes preguntas y a dar satisfacción a mis constantes requerimientos.  En mi caso, fui alguien afortunado. Yo fui un loro que tenía público disponible. Y cuando no lo había, mi abuelo se ponía al otro lado de la cancha para devolverme el peloteo dialéctico y hacer que desarrollara por extenso el único bien cuya útil polivalencia jamás se elogiará suficientemente: la palabra.

Además, fui un niño nervioso y llorón, lleno de miedos imaginarios, que no gozaba de demasiada salud, y que andaba cada dos por tres con las anginas, con la escarlatina, con el sarampión, con los catarros, y que cuando lo llevaban al médico, al doblar cierta esquina y reconocer la ruta que conducía al ambulatorio, se echaba a llorar pavloviana y compungidamente. Pero también fui alguien que sabía leer perfectamente, y hacer cuentas y dividir por dos cifras, y que memorizaba párrafos enteros de libros o recitaba de pe a pa todas las palabras que pronunciaba el cura en una misa ordinaria. Mi abuelo se había ido hacía un año, pero había dejado bien cumplida su extraordinaria labor.

Confieso que no tengo consciencia de haber apreciado la gordura progresiva de mi madre. Tampoco retengo ningún recuerdo que me anticipara lo que un día aparecería en la cocina de nuestro piso de Oviedo. Según me dicen, su segundo embarazo fue de aúpa (pese a ser una mujer joven), de los que ahora se dirían “de riesgo” y que muy probablemente habrían requerido reposo absoluto y dejación de las infinitas tareas domésticas que han sido siempre la ocupación de mi madre. Pero como es natural, ella no hizo ningún caso, siguió con su preñez como si tal cosa, entre vómitos, indisposiciones y otras flojeras, porque para eso su madre había dado a luz diez veces, y ella no iba a ser menos. También me cuentan que fue al ginecólogo sólo dos veces: cuando la informaron de su nuevo estado, y un mes antes del parto, por una hemorragia leve. Eso también me lo creo (pues buena es ella, para ir de médicos).

El caso es que un día cualquiera, mi madre desapareció. Mi padre y unos amigos de la familia, con quienes me quedé, me dijeron que tenía que haber ido a su pueblo a arreglar unos asuntos, y yo di la explicación por buena. Al poco, y tras un parto terrible (del que supe años después que a punto estuvo de acabar con su vida, por su muy insuficiente dilatación, y que habría requerido una cesárea liberadora, que no llegó a sugerirse siquiera), mi madre regresó, con un bulto en los brazos. Era una mantita de lana azul. Yo estaba jugando en la cocina con un avión biplano amarillo que me habían regalado estos amigos de mis padres. Me acuerdo muy nítidamente de la escena y de la luz fluorescente en el techo. Llegaron mi madre y mi padre, con el bultito envuelto en la manta azul, y me lo fueron a enseñar. “Mira, hijo, éste es tu hermanito”, dijeron. Y abrieron los pliegues para que pudiera verlo. “Huy, qué pequeñín y qué rojo ye”, dije, mirándolo apenas unos segundos. Y seguí jugando tranquilamente, sin preocuparme lo más mínimo por el evento que había tenido lugar.

miércoles, 11 de mayo de 2016

EL PUNTO DÉBIL DEL IBIS




El ibis escarlata es un animal sagrado. Es una figura popular, que cualquiera reconoce, aunque la mayoría confunde las cosas. Si bien es un animal sudamericano, la gente lo asocia con los dioses egipcios. Su silueta se aprecia con mucha frecuencia en los textos jeroglíficos, aunque ese ibis no sea escarlata. Por otro lado, su llamativo colorido ha sido fuente de leyendas, de relatos fabulosos. Hoy, su imagen es la de un ser que agoniza. En las riberas de los ríos, esta cigüeña de pico curvo es detectada la primera. También, es la primera en ser capturada, abatida, desaparecida. Su colorido la delata. Su colorido, su atractivo singular, es la principal causa de que deje de existir. Paradoja de la belleza. Una vez más.

Ibis escarlata, en el Zoo de La Palmyre (Royan, Poitou-Charentes, Francia)
Julio, 2015 ----- Nikon d300

martes, 10 de mayo de 2016

LEER POR NO PODER CONVERSAR

Cuando leo libros en los que alguien pregunta y quien responde es Borges, yo soy consciente al completo de la falacia que resulta conversar con un libro que -se supone- transcribe la conversación de otro con otro. Mas, con todo, para mí no hay ejercicio literario más fructífero, más enriquecedor, más alimenticio -nutritivo, más bien-. Sería el tipo de diálogo que yo querría estar desarrollando de continuo. Sólo que esto es imposible. Porque Borges no está. Porque nadie se está toda la vida hablando, y menos, conmigo. Porque hay tan pocos que concedan a la erudición y a la palabra la dedicación y el respeto que él le profesan. Por eso le leo. Por eso prorrogo esta ilusión, parapeto de insuficiencias.

Del diario inédito Bancal de almácigas, apunte de 16 de Junio de 1997

domingo, 8 de mayo de 2016

SIN COMPLEJOS



¿Por qué los complejos? ¿Cuál es su utilidad? ¿Sirven de algo? ¿Se pueden evitar? ¿Nos sobrevienen o los fomentamos? ¿Nos debilitan o nos refuerzan? ¿Se puede sobrevivir a toda una vida rodeado de ellos? ¿Se pueden canalizar o sublimar? ¿Es una ventaja o un inconveniente? ¿Son una lacra o una coquetería en realidad?

La verdad es que no tengo ni idea. Yo los tuve. Aún conservo alguno que, por fortuna, no mediatiza mi existencia. No sé por qué surgen, ni su utilidad, ni su remedio. No tengo claro que sean una ventaja, aunque no todos me supusieron inconvenientes. Y, desde luego, en mi caso, de coquetería, nada. 

De lo que sí estoy seguro es de que el señor de la bicicleta no tiene ninguno. Ningún rubor a salir a la calle vestido con colores llamativos que no dejan indiferente a nadie y que buscan afanosamente el contacto visual. Si a eso añadimos que su bicicleta parece un reclamo permanente que casi ordena mirar, aunque no se desee hacerlo, tendremos un buen ejemplo de persona que no sólo no adolece de complejos sino que incluso puede que suscite alguno, aunque sea por contraste entre su arrojo o inconsciencia y la cotidianidad común de la mayoría de sus conciudadanos. Estaba en una terraza y lo vi pasar, tranquilo, mirando hacia adelante, sin hacer aspavientos, porque no le hacía ninguna falta. Sólo con pedalear ya le hacía acreedor de todas las miradas. Las ruedas llenas de papel de serpentina, que cubrían cuidadosamente todos los radios en un calculado horror vacui, ya valdrían por sí mismas como imán hacia los ojos que lo fuimos contemplando a medida que circulaba por la calle peatonal. Recuerdo que comenté algo con mi amigo. Seguramente, hicimos alguna broma, no demasiado sangrante. Pero no me acuerdo de lo que hablamos. Sí, en cambio, de su rostro, que aquí no se ve, pues no me dio tiempo a captarlo antes. Me acuerdo muy bien de su rostro. Y se parecía al mío.

Robado en Avilés (Asturias, Principado de Asturias, España)
Agosto, 2015 ----- Panasonic Lumix G6

viernes, 6 de mayo de 2016

FRUSLERÍAS DEMOCRÁTICAS

De la democracia se han dicho muchas cosas, y cada quien tiene su idea sobre ella. Pero de lo que no cabe ninguna duda es de que es bastante imperfecta, está siempre sometida a muchas presiones desde diversos frentes y a veces muestra todavía más a las claras sus carencias. Esta etapa que estamos viviendo en nuestro país es una de esas veces.
La democracia, en esencia, pretende un imposible: que gente sin preparación elija a la gente más preparada, a los mejores, a quienes deberán realizar su labor con toda la eficacia posible. La democracia implica también que todo ciudadano mayor de 18 años posee la capacidad decisoria suficiente como para depositar su voto en una urna para decidir sobre el asunto que se le pregunte, usualmente, quiénes serán los gobernantes que desearía para su municipio, autonomía, estado, etc. La democracia supone que el voto de un desharrapado oligofrénico sin tratamiento psiquiátrico que acuda a votar tiene el mismo valor que el de un médico cirujano o una científica del CSIC con cultura universitaria. La democracia aspira a que de la mayoría surja la verdad. Esos cuatro supuestos son improcedentes, unos; espurios, otros; falsos, todos.
La democracia tiene una ventaja sobresaliente: la de dejar contenta a la mayoría de la ciudadanía por el hecho de realizar el simulacro de la elección. La democracia, en eso, le ganó la partida a las dictaduras, no sólo por la brutalidad e injusticia inherentes a estas últimas, sino por cuestión de imagen. En la democracia, concordando que la mayoría es la que tiene razón, luego no caben apenas  reclamaciones. Pero cualquiera que piense con la cabeza y no con el colon sigmoideo convendrá en que la verdad o lo correcto no vienen casi nunca de la mano de los más. Eso sí, la democracia es la menos criticada de los regímenes políticos, y la que menos rechazos cosecha, lo cual redunda en una mayor posibilidad de estado de paz entre las clases sociales. Hubo quien, como Churchill, bien poco sospechoso de ser demócrata convencido, la definió como el menos malo de los sistemas de gobierno, lo cual ya se supondrá que quiere decir que no es el mejor: sólo es el menos malo, o sea, un mal necesario.
La democracia también tiene una ventaja, aunque a medio plazo. Si uno siente que los elegidos han mentido en lo que prometieron, que han llevado una sistemática labor de corrupción encaminada a utilizar el poder como forma de enriquecerse, o de labrarse currículos que poder usar a discreción cuando acabe la etapa política, o, tan sólo que lo han hecho mal (aun sin dolo ni intencionalidad malévola o interesada); si uno cree que algo de eso ha sucedido, puede intentar enmendar el “error” no votando a los que vencieron, y eligiendo otras alternativas que no necesariamente han de ser mejores, pero a las que hay que dar la oportunidad de que lo hagan mejor, distinto o con otro enfoque. Pero en países como el nuestro, la mayoría somos tan imbéciles como para dejar sin castigo democrático a quienes así nos han tratado. Justo es, pues, que nos sigan prometiendo hasta meter, y una vez metido, nada de lo prometido. En un par de meses, más de lo mismo.

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