sábado, 16 de enero de 2016

PROYECTOS, MÁS PROYECTOS (LITERARIOS)

Proyectar es una de mis actividades favoritas. Algunos de esos proyectos, hasta llegan a ser cumplidos. Pero la mayoría quedan en eso, meras declaraciones de intención. Imagino que será algo común a la mayoría de las personas, unas en unos campos, otras en otros; aunque no es disculpa plausible. En mi caso, donde se da mayor número de proyectos no llevados a término es en el campo literario. Atesoro carpetas con docenas de hojas con inicios de cuentos, con ideas para libros homogéneos, bien trabados, con títulos de relatos que a veces resultan una creación por sí mismos. Lo malo es que luego no se escriben. Por fortuna, no se olvidan. Por desgracia, tampoco pasan al olvido. Y, encima, son constantes; y, a veces, hasta recurrentes.

El último tuvo lugar mientras mis alumnos de Arte realizaban un examen el pasado mes de diciembre. Mientras ellos sufrían las inclemencias de la prueba y los rigores de su falta de preparación, yo, en la parte trasera del aula, al lado de la ventana por la que entra algo de luz, garabateaba en un papel, y pensaba. Y así, como tantas veces, me vino a la cabeza uno de los últimos grandes libros que había leído, cuyo título no recuerdo ahora, pero sí que eso me dio otra idea para un nuevo proyecto, quién sabe si realizable o nonato, como tantos. 

Se trataría de un libro de cuentos, de número y extensión variable -desde microrrelatos hasta algunos de mayor recorrido-, cuyos títulos fueran exactamente los de grandes obras de la Literatura universal (o española, aunque en esta modalidad habría mayores dificultades a la hora de lograr un cantidad apreciable de obras fácilmente reconocibles por el respetable). Obviamente, habría que elaborar una lista (me encanta crear listados por el solo placer de ver la disposición de su  orden final). En ella podrían coexistir en pacífica y creativa cercanía novelas, cuentos, ensayos, obras de teatro, libros de poesía...

Y casi al tiempo me brotó un ejemplo, el más tópico posible: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, ambientado en nuestros días, en el que la anécdota partiría de un hombre que acostumbra a ponerse al lado de los débiles, y en este caso defendería a una mujer que estaría siendo agredida violentamente por su marido en la calle; tras un intercambio bronco y breve, dos puñaladas pondrían fin a su generoso intento. El relato podría concluir con una frase como ésta: “(...) mientras caía al suelo desangrándose, supo de cierto que no moriría en su cama, que sus deudos no llorarían ante él su prodigioso e irrealizable camino hacia la cordura”. Ya digo, proyectos, proyectos.

viernes, 15 de enero de 2016

BARCELONA, ¿PARQUE TEMÁTICO?




(Pincha en cada imagen, si deseas verla en tamaño grande)




Hay quien dice que Barcelona es un parque temático más, con varios escenarios solapados en una superficie amplia, pero suficientemente humana y abarcable, como para que no se haga ingrato el recorrido por cada uno de los diferentes pabellones. Las riadas de turistas lo inundan todo, incluso en la época invernal, la menos propicia para andaduras de este tipo. Ya no es que veas mucha gente distinta, individual, es que son excursiones enteras, pastoreadas por un guía con micrófono facial y paraguas o banderola erguidos para identificar a quienes deben seguirle y llevar a buen puerto (nunca mejor dicho) la prometida visita a la famosa ciudad. Y también da lo mismo que vayas a una zona en apariencia tranquila como si vas a otra que a priori estará atestada: la realidad es que todas se encuentran atestadas. 

Sin embargo, en Barcelona hay espacio para más. Para la soledad en medio del bullicio, para el silencio entresacado del griterío y para la reflexión de tanta altura como se desee. En Barcelona hay sitio para todos y para todas las situaciones, aun aquellas que podrían pensarse inusuales o imposibles. A escasos metros la riada que vemos en la imagen horizontal, una mujer joven se encontraba sentada al borde de la tarima de madera antideslizante, sobre el agua. Enfrente de ella, una de las sorpresas de esta nueva visita: la escultura Miraestels (Miraestrellas, en traducción libre). Su rostro concentrado, su libreta sobre sus piernas, su oído atento a su propia peripecia, su aislamiento del vocerío circundante, me sobrecogieron. Era un rincón más al lado de la barahúnda. Pero en medio de toda ella, alguien puede aislarse de entre todo, y erigir su reino personal, propio, silencioso y autosuficiente. Si se quiere. Y si se sabe.

Robados en la zona del Maremagnum, en el Port Vell (Barcelona, Cataluña, España)
Diciembre, 2015 ----- Panasonic Lumix G6

jueves, 14 de enero de 2016

"LA CAZA", SERIE ADICTIVA

Acabo de terminar de ver La Caza, la última serie que ha caído en mis manos, recomendada sabiamente por quien bien me quiere, que conoce bien mis gustos, mis temores, mis posibilidades, mis placeres. He visionado los doce episodios de las dos series en tres días. Teniendo en cuenta que han sido laborables, la cosa no deja de ser desmedida. ¿Por qué, pues, tal ansia?

Asocio tal sinvivir a otra serie del año pasado que me subyugó hasta el extremo de realizar acciones impensables para alguien tan racional como yo: True detective. La curiosidad por saber qué sucede a continuación, aun previéndolo, aun adivinando lo que va a suceder a cada paso no es suficiente explicación. Es la fácil. El deleite por la habilidad formal con que la producción ha hilvanado la narración de lo que allí acontece tampoco alcanza a cubrir la expectativa causal. Es insuficiente. ¿Por qué, entonces, tal conexión?

Acaso habría que averiguar qué pulsiones albergamos en los sótanos más oscuros de nuestra mente; intentar abrir la puerta, siquiera una rendija sobre los arcanos que sostienen nuestra existencia consciente, nuestro transcurso público de cara a los demás. Es posible que, a pesar de todas las apariencias, acaso en lo más profundo de nuestras pesadillas, anide un criminal que pudiera razonar como lo hace el asesino de esta serie y justificar sus crímenes como lo hace. Puede ser que toda persona catalogada como corriente, normal, vulgar o cotidiana, atesore en sí mismo el germen de alguien diferente, aunque sea repugnante, aterrador o repulsivo. Tal vez, ¿quién sabe?, todos tengamos anhelos de diferencia, de exclaustramiento a gran escala, y los sublimemos contemplando ejemplos de ficción. Acaso todos tengamos nuestro Mr. Hyde acechando a punto de salir, y necesitando tan sólo una ligera excusa para manifestarse. Acaso.

La pregunta clave acto seguido es: si se nos propusiera intercambiar vidas, ¿quién la trocaría sin dudar? Hay momentos, puntuales, febriles, epidérmicos, en que yo respondería “sí” con una seguridad tal que me hace temblar incluso al imaginarlo. Sólo momentos. Sólo algún instante. Como éste.

miércoles, 13 de enero de 2016

INÚTIL IRONÍA


Lo que aquí se lanza es un deseo irónico, como el de los padres que, hartos ya de no conseguir nada de los hijos por la vía dura, ensayan la ironía para que al menos sospechen que algo va mal y se replanteen el camino a seguir. Es una felicitación irónica, que celebra el bienestar a través de lo que hemos dado en erigir nuestro tótem contemporáneo: el consumo, al precio que sea. También advierte de lo que esa felicidad ficticia va a suponer. Es, se nota enseguida, una pintada crítica, pero bienintencionada. Aunque, también, muy ignorante. Olvida que la ironía es un mecanismo mental complejo. Para su adecuada comprensión es preciso un descodificador cerebral preciso. Que es justo lo que no poseen aquellos a quienes va dirigido el mensaje. Inútil proclama, pues; esta vez ya sin ironía.

Pintada en las obras de acceso a las Atarazanas (Barcelona, Cataluña, España)
Diciembre, 2015 ----- Panasonic Lumix G6

martes, 12 de enero de 2016

MI ADICCIÓN RECIENTE A LAS SERIES DE TELEVISIÓN

Cada año leo menos novelas. El año pasado, sólo cinco. Sobre sesenta y cuatro obras, me parece magro porcentaje. Lo que sigo leyendo mucho son relatos cortos, pero tampoco tantos. Ahora, con los diarios, que siempre fascinaron mi mirada, lo que más me gusta son las memorias y las series de televisión. Cuestión de edad, me temo. Pero no sólo.

El número de veces que me sorprendo, que me quedo con la boca abierta, que me lamento de que termine, que no me alcanzan los calificativos que me suscitan, tiene que ver, sobre todo con series televisivas. Entiéndaseme: las buenas series (aunque esto siempre está sujeto a discusión). El número de veces que las películas tradicionales me defraudan (dejémoslo sólo en ese calificativo global) es mucho mayor. De lo que se deducen dos cosas. Una: me gustan que me cuenten cuentos, pero muy largos, y cuanto más largos mejor (algo sorprendente en mí, que siempre abominé de los libros voluminosos). Dos: los mejores guionistas han cambiado de medio, han migrado del cine a la televisión. Cuestión de dinero, supongo, porque el talento ahí está, y se nota. Aunque no sólo será eso.

El número de horas de goce que me han proporcionado Doctor en Alaska, The Wire, Juego de Tronos, Breaking bad, Los Soprano, True detective o La caza, por poner sólo media docena de ejemplos de alto fuste, es muy superior al que las películas me suscitan en los últimos años. Desde luego, hay excepciones de cuando en vez. Pero no con la regularidad de antaño.

Ver una buena serie es como ver una buena película muy larga con algunos intermedios (pocos, cuando la adicción y la necesidad acucian). Lo único que se echa de menos es la sala oscura, y que sea un plan ajustado a un par de horas concretas. Todo lo demás: guión, interpretación, ambientación, realización, producción, etc., está a la altura de los grandes filmes de todos los tiempos. De modo que si he incurrido en el vicio de moda yo también, es porque sigo siendo un niño a quien le gusta que le cuenten historias  y más historias mientras cojo la mejor postura. Pero a la carta, claro, y con la posibilidad de pausar el goce para incrementarlo con un té blanco que desoxide mis articulaciones cada vez más perezosas. Aunque no sólo.

lunes, 11 de enero de 2016

LA RAMA FUERA DE SITIO



La rama parece desubicada. No es su sitio. Arrancada de su origen, sola a merced de todo, intenta mimetizarse en su entorno. Pese a todo, no lo logra. Es demasiado rígida. Sólo puede cambiar de posición, alinearse con las ondas arenosas. No puede, como ellas, mutar de forma. Así, a poco que el agua la desplace, seguirá destacando sobre el fondo, bien flotando, bien posada sobre él, luego, donde las olas y la corriente decidan sin su concurso. Será el elemento discordante entre una agrupación de líneas aún más gregarias y aún menos autónomas, pero muy felices en su uniformidad. De sí misma dependerá asumir su condición con orgullo o con pesar. Como sucede siempre.

Playa de Villarrube (La Coruña, Galicia, España)
Octubre, 2011 ----- Panasonic Lumix G3 

domingo, 10 de enero de 2016

BALANCES DE LO VIEJO Y PROYECTOS DE LO NUEVO

No falla. Cuando el año se va, aparece la imaginaria obsesión de los balances. Como si vivir no fuera una evaluación continua, nos gusta parcelar los espacios y los tiempos, y realizar la evaluación parcial. Cada uno elabora la suya. Pero dependen demasiado del carácter personal, y al margen de tragedias impensadas, suelen ser un reflejo de quien se es. Si optimista y positivo, balance equivalente. Si cenizo y negativo, equivalencias similares. Si átono o indiferente, resumen parejo. De modo que no conviene hacerles mucho caso. Los balances anuales que estos días hemos visto brotar no nos explican mucho de nuestra singladura por el año que ya se fue. Son cuanto somos.

De igual forma, los proyectos que imaginamos ante el recién iniciado período, dicen mucho de cómo nos pensamos, de quiénes deseamos ser, y de cómo afrontamos el inevitable fracaso propio. Son declaraciones de buenas intenciones que sólo son eso: intenciones, pretextos para convencernos de que seremos mejores, cuando la verdad es que seguimos siendo los que éramos y seguiremos siendo. Y las cumpliremos o malbarataremos según seamos: trabajadores, oportunistas, deshonestos, responsables, procrastinadores, aburridos, mediocres, creativos, aprovechados, generosos, etc.

Con todo, yo ya hice mi balance. Da igual como saliera, pues quienes me conocéis bien, sabréis intuir el resultado. Exhibirlo me parecería una impudicia intolerable -caso de ser positivo-, o un lagrimeo victimista -en el caso contrario-. Y, claro, también he elaborado mi lista de buenas intenciones. No es muy larga, pero sí consistente. Pero tampoco voy a desvelar en qué consiste. De mis logros y fracasos ya me ocupo yo. Ahora bien, os comunico que en la segunda línea se encontraba un compromiso que será fácil comprobar si cumplo o no. Este año, en esta bitácora, nulla dies sine linea. O sin imagen. Llueva o granice, se trabaje o se huelgue. Es una promesa. A ver quién apuesta fuerte, a favor o en contra de mi palabra. 

lunes, 28 de diciembre de 2015

LIMPIEZA EN EL FACEBOOK

Todos los años, por estas fechas navideñas, en ratos libres que la familia y los amigos me dejan, procedo a hacer limpieza de “amigos” del feisbuc. No es una limpieza étnica, pero casi. Es más bien del tipo práctico, porque hace poco superé los 100 contactos, por lo que la urgencia es más acuciante. Me explicaré.

El concepto amigo es muy sugerente, muy atractivo, y el señor Zuckerberg lo supo muy bien desde el principio y a los contactos les llamó amigos. De ese modo, el número total de “amigos” podía servir de comparanza y exhibición, y hasta de resumen estadístico de una vida cualquiera, sea de famosos o de particulares. Y, de hecho, el tipo acertó, porque la mayoría de la gente entró al trapo encantada. Pero esa idea de amigo nunca fue la mía.

Cuando creé mi cuenta, quise que el número de contactos no fuera excesivo, como el de mis alumnos, que se cuentan por centenares ya desde muy tempranos cursos. Tampoco iba a admitir en esa lista a alumnos a quienes diera clase (o pudiera dársela antes de salir del instituto). Y el otro requisito estructural sería que fueran ya no amigos -no tenemos tantos en la vida-, sino personas con quienes al menos yo tuviera una conexión mínima (hablar alguna vez, saludarnos si nos vemos, pedirnos y recibir favores, mantener alguna relación profesional, vecinal, familiar o de cualquier tipo). De esta condición se sigue que en mi caso, no iba a añadir a cualquiera sin más. Creo que tampoco es mucha exigencia. Aun así, el número de personas sube sin apenas sentirlo. Por fortuna, tengo mi proceso de autolimpieza navideño que me lleva un rato, pero me procura buenas sensaciones.

Siempre comienzo con los ex-alumnos. Los hay de varios tipos, desde los pocos que se han elevado a la categoría de amigos reales, hasta quienes sólo me piden el contacto por contar con un profesor más en sus listas o por quién sabe qué motivos. Por eso, voy comprobando con quiénes he tenido al menos una conversación, aunque sea sólo la de felicitación cumpleañera. Y si durante este año no ha habido ninguna conversación, el contacto es eliminado sin piedad. A continuación, sigo con los compañeros del trabajo. Algunos se han marchado, otros han evolucionado. Pero el criterio es el mismo. Si no hay al menos, una conversación registrada, fuera. Con los amigos reales, me cuesta más, he de admitir, pero también lo he llegado a hacer, aunque bastantes menos veces.

Adviértase por último que no culpo a quienes borro, pues en algunos casos mantengo cierto tipo de aprecio, variable. La culpa puede ser mía, de ellos o de ambos; más probablemente esto último. Si el desinterés es mutuo, ¿a qué mantener  la impostura? ¿Para qué ver tantas tonterías y noticias que ni me interesan ni me agrada ver? Por eso, estas fechas van asociadas también a un adelgazamiento de mi lista del feisbuc y a un tráfico de noticias más fluido, más abarcador, y menos lleno de tonterías para nada interesantes. Así que por lo que se ve las navidades pueden no resultan un período tan malo, después de todo.

domingo, 20 de diciembre de 2015

NUESTRA CRISIS DE DECENCIA Y MORALIDAD

Antes de ir a votar, hago una última reflexión desde el más puro escepticismo que, pese a todo, no me aleja por completo del sistema. Repaso cuanto han supuesto estos últimos años (no sólo los cuatro de este infausto gobierno) de crisis, de reajustes en el día a día, de impotencia creciente, de rebajas en los derechos, de desigualdad progresiva, de impunidades insultantes. Mientras me duchaba, pensaba en cómo reducir todo ese cúmulo de sensaciones. Cuando me vestía, lo vi algo más claro.

Esta no ha sido, ni es, una crisis de esencia económica. Es una manifestación perfectamente orquestada por unos poderes a quienes no podemos elegir, pero a los que, caso de que pudiéramos hacerlo, daría igual, pues nuestra opinión sólo se tiene en cuenta una vez cada 3 ó 4 años. Es, sobre todo, una crisis de decencia. Tampoco ha sido una crisis donde todo el sistema haya fallado estrepitosamente, pero ha quedado bien a las claras que no cuenta con medios suficientes para defender a los ciudadanos de todas las tropelías que se han edificado contra ellos. Es, por tanto, una crisis de las prioridades que la gobernanza debiera poseer. Por último, tampoco ha supuesto una variación de los valores que con anterioridad habíamos experimentado en esta imperfecta democracia: lo que se ha dado es una reducción drástica y un enmascaramiento consumista de los mismos. Por ello, es también una crisis de valores y esencias (en las que -aquí sí- todos hemos sido cómplices).

Hay que solucionar, pues, dos problemas gravísimos, previos a la solución del que todos demandan -pese a todo- en primer lugar (el económico, monetario, laboral, etc.). La indecencia de nuestros gobernantes (y su impunidad manifiesta, a continuación), la insuficiencia de elementos preventivos y coercitivos que desanimen a los golfos apandadores  (y su impunidad manifiesta, a continuación). Y, claro, la necesidad acuciante de dinero y de su adecuada redistribución social.

Todo ello se lograría con facilidad si la categoría moral y personal de nuestros políticos fuese la que se le debiera exigir a quienes debieran ser servidores públicos. Si las unidades de control fiscal fueran ampliadas a gran escala, y respaldadas y azuzadas conforme los nuevos tiempos requieren. Si la legislación se transformara radicalmente para hacer insoportable a los corruptos la comisión de cualquier corruptela y poder extirpar la impunidad que hemos observado hasta el hartazgo. Si el poder judicial adquiriese de verdad su no-dependencia de los otros dos poderes, y, además, viese incrementada extraordinariamente su dotación en medios humanos y materiales. Si la exigencia de responsabilidades a quienes tienen a su cargo dineros públicos tuviera graves consecuencias si se realiza una gestión ineficaz o delictiva. Y si, por último, las personas que han sido timadas en cualquiera de las variantes que estos años nos han mostrado con singular crudeza, evaporen su aparente masoquismo, y voten en conciencia contra quienes les prometieron A y les aplicaron Z.

Todo ello se resumiría una necesidad perentoria de decencia y categoría moral. Si se tiene en cuenta lo que estas dos categorías ha ocupado a los candidatos estos días de campaña, ¿se comprende ahora mejor la palabra “escepticismo” con que abría esta entrada? 

sábado, 21 de noviembre de 2015

LA BOUTADE DE JOSÉ ANTONIO MARINA

En mis anaqueles se acumulan ocho libros de José Antonio Marina. Pese a la  inusitada cantidad, puedo afirmar que me los he leído todos, incluido el último que compré, titulado Los secretos de la motivación, que no es sino otro más de los últimos a que nos tiene acostumbrados este mediático filósofo, es decir, un refrito de ideas que no son suyas, pero muy bien ordenadamente expuestas, y con un toque dialéctico para ir dando la impresión de que son de su propiedad. Muy lejos quedan ya la sorprendente frescura de Elogio y refutación del ingenio y Teoría de la inteligencia creadora, que durante un tiempo me noquearon. Quiere decirse, por resumir, que a mí me gusta este señor, lo que dice y cómo lo dice, aunque últimamente me parezca un avispado mercader de sus propuestas, que ha captado el potencial de su nicho intelectual, y a quien le va muy bien en ello. Pero bastaría con la primera frase: tengo ocho libros suyos. Uno no es tan tonto como para comprar tantos libros de alguien de quien discrepe o que le disguste.

Pero el otro día, los medios de comunicación estallaban con la noticia de que José Antonio Marina, el filósofo gurú de los últimos años, el master-chef de la pedagogía en España, se había marcado una propuesta que iba a dar que hablar y que escribir. Lanzaba la idea, muy liberal sensu stricto por cierto, muy economicista, de que los profesores deberían cobrar según “sus resultados”. Se dividía a los profesores en buenos y malos, y los primeros cobrarían más que los segundos. Pero no se les catalogaría así a nivel individual, sino que serían englobados en una “calificación de centro”, de modo que era la calidad del conjunto claustral el que determinaba la mayor o menor cuantía del sueldo. Se dejaba, eso sí, la evaluación de quién sí y quién no, en manos de los docentes (incluyendo, por supuesto, al cuerpo de inspección). Lo soltó así, y, luego, nos imaginamos, se fumaría un buen puro, suponiendo que fumase, que creemos que no.

Al principio, cuando me lo contaron, me negué a creerlo. Era imposible que este fulano, defensor de una idea de la enseñanza que involucre a la sociedad en ella (de ahí su “Escuela de Padres”), adalid del sentido común -tan ausente, ¡ay!, en el mundo de la enseñanza-, paladín del diálogo, de la imaginación, de la creatividad, era impensable, decía, que él hubiera dicho eso. Pero, sí; lo dijo. Y luego, lo explicó, a mayores. De modo que de la incredulidad fui pasando mediante estratos de grosor decreciente hacia la sorpresa, y de ahí hasta la indignación.

Porque indignación me produce quien puede ser tan imprudente de decir eso, sabiendo la repercusión que lo que promueva tendrá; pues aún sigo sin creer que él piense de verdad lo que ha dicho. Critico su imprudencia, su improcedencia, su categoría de mina de acción retardada que en nada contribuye al debate pedagógico, y sí mucho a exaltar su ya de por sí alteradas aguas. No critico la idea en sí, porque, insisto, no creo que la piense en realidad. Él no. Sé que otros muchos la llevan pensando décadas. Pero él, no. Honestamente, no lo creo.

Porque ¿quién, sino alguien que no ha pisado un aula salvo en su condición de alumno, hace muchos años, puede relacionar la soldada de los profesores a los resultados de sus alumnos? ¿Quién, sino un político con ganas de enredar o malquistar conciencias? ¿Quién, sino un economista metido a pedagogo (y que sólo alcanza a ser un pedabobo), para quien todo se reduce a una suma de ingresos y gastos en una cuenta de balance? ¿Quién, sino un estadístico que cuadra números, establece medias, tendencias, soluciones y hasta un sistema ético asociado a todo ello? No, no puede ser tan cretino, tan malvado, tan ignorante. Avispado, hábil, oportunista, incluso trepa, igual sí. Pero lo otro no.

La pregunta que queda flotando en el ambiente es la pregunta clave de los seres humanos: “¿por qué?”. Ésa es la duda que de momento no consigo resolver, y a la que me pienso entregar por completo hasta que la resuelva. Es un decir, claro. Pero creo no pecar de imprudente ni de temerario al escribirlo.

lunes, 9 de noviembre de 2015

DIFERENCIAS EN LOURDES


La escena, que nadie se asuste, tiene lugar en Lourdes, centro referencial de la fe católica francesa. Allí la gente va a pedir, sobre todo. Otros también van a ver qué hacen otros, por la curiosidad y esas cosas. Pero, ante todo, Lourdes es un centro peticionario de favores. De salud, mayormente, pero nos consta que también se pueden pedir de otro tipo, porque cuando uno reza para sus adentros caben múltiples combinaciones y casuísticas, y, ya puestos, lo mismo da pedir una cura improbable que un billete de bonoloto premiado o la muerte de un familiar molesto,  o algo así, ya me entienden. De modo que tengamos presente que los fieles van a pedir; y en ese santuario, lo que prima son las sanaciones, de las que tiene cumplida nómina, bien publicitada y maquillada como conviene. Pedir, decíamos. Ante todo, pedir. Y, luego, ya si eso, se regresa para agradecer y comprar un exvoto, aunque también nos consta que eso lo hacen los menos. Más que nada, porque las curaciones suelen tener que ver con la medicina, y poco o casi nada con las rogativas y ofrendas que se realizan en la famosa cueva.

En el famoso sitio, es común ver hileras de camas con enfermos en ellas, guiados por enfermeras ataviadas con uniformes azules y blancos, de semblanza antigua, tanto que a uno se le antojó que asistía cada tanto a la salida ordenada de los tuberculosos de La montaña mágica. Tienen horas muy medidas para tales salidas, donde el ruego se establece por riguroso orden que los guardas de la cueva organizan con eficiencia de años. Y además de quienes han de ser guiados por sus severas dolencias, hay también quienes llegan, como los protagonistas de la fotografía, por sus propios medios, mecánicos o motorizados. Y ahí es donde las diferencias cantan.

Obsérvense las diferencias entre los dos vehículos que se dirigen a toda velocidad (es un decir) hacia la zona de rezos, cánticos, peticiones y loas. Salvo la intención (aunque, ¿quién sabe?), les diferencia todo. El colorido, en primer lugar, ostensible y con intencionalidad clara, disfrazada de obligatoriedad de código, distingue a los ancianos del fondo. La velocidad, en segundo lugar, aunque la imagen congele el movimiento. La raza, en tercero, donde se comprueba de un plumazo la contradicción que las prisas orientales en ciertas cuestiones cuestionan sus pausas y serenidades en otras. En cuarto, lo avanzado de una sociedad en la que quien conduce es la mujer, mientras el hombre va de paquete, como se dice vulgarmente. La tecnología, en último, netamente a favor de los nipones (la silla de ruedas de las señoras del primer término nos retrotraen a unos tiempos más ancestrales, más familiares, más próximos quizá).

Queda por imaginar quién llegaría antes. Qué iría a hacer cada uno en la cueva, si pedir, rogar, rezar, turistear, fotografiar, agradecer, comprar, etcétera. Quién lograría antes el supuesto favor. Cuántos días estarían por aquellos pagos. Cuántas llamadas telefónicas a sus familiares, dando cuenta de sus cuitas. Cuántos euros o yenes importaría la estancia. Cuánto tiempo les restaba antes de... Tantas, tantas cosas por imaginar.

Explanada principal del Santuario de Lourdes (Hautes Pyrénées, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio, 2011 ----- Nikon d300

domingo, 25 de octubre de 2015

DÍA PESIMISTA

Hay días en los que se evidencia que todo cuanto nos decían los abuelos buenos es verdad verdadera. Sobre todo, en lo que se refiere a negativo del ser humano. Hay días en los que uno confía muy poco en que esta especie primate, que tanto ha evolucionado, que tantos retos ha superado, que tanto ha logrado, se separe algo más de ese arquicórtex reptiliano que aún nos tiene sujetos al instinto más primitivo y animal. Éste es uno de ellos.

Si uno ve que cada pocos días un hombre asesina a una mujer sólo porque ésta no se sometió a sus dictados y no soporta la libertad ajena. Si escucha que la raza humana produce un 60 % más de lo que necesitaría para alimentar a los casi 7.500 millones del planeta, mientras más de más de 20.000 personas mueren de hambre en el mundo ¡al día! Si a un juez murciano le da por sentenciar que el hecho de que un hombre rocíe a una mujer de gasolina provisto de un mechero no implica dolo o intencionalidad de asesinato. Si se contemplan las agresivas y excluyentes palabras que varios políticos europeos escupen sobre los que huyen de las guerras que en parte promocionamos. Si se observan las lecciones de ética que unos cuantos de nuestros dirigentes más cercanos nos ofrecen a diario, bien al soslayar la corrupción en que se hayan enfangados hasta las trancas, bien haciendo de la paranoia victimista una estrategia con la que difuminar sus latrocinios. Y si, encima, uno contempla en directo cómo el más grande motorista de la historia (Valentino Rossi) tira al suelo de una patada en carrera a uno de los que tal vez le arrebate con el tiempo dicho palmarés (Marc Márquez), entonces es mejor apagar el día, meterse en cama de nuevo y anestesiarse con alguna imaginación acaso irreal, pero amnesiógena (o, como mínimo, cicatrizante).

sábado, 17 de octubre de 2015

NECESIDAD DEL LUJO DEL ARTE


La frase está en francés, pero podría haber sido en cualquier lengua, porque cualquier ser humano inteligente del planeta se la ha podido formular alguna vez. Esta imagen, capturada en una muestra colectiva titulada “Errancias. Exposición nómada de arte contemporáneo”, nos plantea una interrogante. ¿Es el Arte un lujo o una necesidad? Mi respuesta es clara y sin exclusión. Yo creo que es ambas cosas,  a la vez o alternativamente.

Cuando le preguntaron a Gandhi qué representaba para los hindúes la democracia, él repuso que para la mayoría de ellos suponía un poco de pan con mantequilla. Es decir, que antes de hablar de política, hay que tener el estómago lleno. Es una cosa de prioridades. Al menos, para la mayoría. Aun así, habría hindúes que careciendo de lo esencial, jugaría sus cartas políticas. Con el Arte sucede lo mismo.

Se halla documentado desde hace más de 40.000 años, de modo que es una pulsión ancestral de nuestra especie, aunque sólo algunos la podemos necesitar y disfrutar a plenitud. Resulta obvio que no se necesita el Arte para sobrevivir, aunque para algunos nos resulta básico para vivir. La diferenciación no es baladí. La mayoría de las personas no tienen la culpa de ello, pero la mayoría de los humanos de la Tierra no vive, sólo sobrevive, incluyendo en este apartado a los que viven en zonas desarrolladas. Vivir es algo mucho más rico que sobrevivir, y para ello hacen falta una serie de requisitos medioambientales, biológicos y mentales. Lo básico es lograr que el cuerpo esté atendido. Una vez logrado esto es cuando accedemos a otro nivel, donde el Arte se ubica, al lado de otras manifestaciones humanas de calado trascendente.

El Arte representa lo inútil, por definición, lo no-práctico, lo que no se precisa en primera instancia. Los homínidos del paleolítico, antes de plantearse dibujar o pintar en las cuevas, antes de grabar astas y huesos, hubieron de ser prácticos: había que alimentarse, procrear y defenderse. El Arte surge cuando tenemos un minuto para pensar en algo más. El Arte es un lujo de las sociedades o de las clases opulentas que disponen de ocio pensante. Pero cuando aparece, su utilidad sensitiva, emocional, humanizadora, resulta manifiesta. Por tanto, también resulta una necesidad para algunos, sin la que nuestra vida sería mucho más pobre y, una vez habiéndola paladeado, acaso insufrible. 

Exposición colectiva en Carennac (Lot, Midi-Pyrénées, Francia)
Julio de 2014 ----- Panasonic Lumix G6

martes, 6 de octubre de 2015

BODAS DE PLATA COMO DOCENTE

El muy caluroso mes de julio de 1990 resultó inolvidable. Recuperando de golpe toda la suerte que se me había negado los tres años anteriores (muerte en accidente del director de mi tesis, traslado de proyecto a otra universidad, denegación dos años consecutivos de una beca de investigación), quien esto escribe aprobó contra todo pronóstico una oposición a profesores de enseñanza secundaria. Dos meses después iniciaba mi andadura docente en el mismo instituto donde yo cursé el bachillerato y el COU. Pero ésa es otra historia que será contada en otro momento. Lo que hoy me ocupa es que este septiembre pasado he cumplido 25 años como profesor. Mis bodas de plata.

Yo nunca había querido ser profesor. Nunca me había planteado “rebajarme” a ese nivel; y, menos, de secundaria. Mi misión era más elevada, para elegidos: la investigación y, porque no quedaba otro remedio, la enseñanza, sí, pero pocas horas, en una universidad excelsa. Como decía es historia para otra ocasión, pero se conoce que están muy mezcladas, y en la narración se infiltran sus respectivos ramales. Pero, no, no. Yo nunca quise ser profesor. ¿Por qué entonces un cuarto de siglo después puedo decir, alborozado, que me encanta lo que hago?

En primer lugar, porque cambié. Aquel petulante ególatra de carácter maximalista y propenso al rencor, no dejó de serlo del todo, pero rebajó poco a poco sus presupuestos. El contacto con adolescentes supone una forma de erosión que, trabajada convenientemente, puede dar lugar a ciudades encantadas de Cuenca o torcales de Antequera. Los cambios fueron lentos, pero progresivos y, sobre todo, constantes. No se puede enseñar sin cambiar. Por dentro y por fuera. Todo el tiempo. Adaptando cuanto se sabe a quienes se tiene enfrente, que siempre tienen la misma edad, pero cuyas mentalidades (y las de sus padres y la de la sociedad que nos alberga a todos) cambian con una rapidez tan esperanzadora como acongojante.

En segundo lugar, porque me di cuenta del valor tan estimulante de enseñar algo que uno sabe a quien todavía no ha llegado hasta ese punto. Adivinar la revolución interior de quienes, al oír las palabras del enseñante, cambian la mirada y recomponen la postura del cuerpo y encuentran el asombro y la explicación que da sentido a los interrogantes previos. Comprobar que se puede ejercer de vaso comunicante que traspasa los conocimientos a quienes inician la dura tarea de vivir, que revivo la experiencia ancestral del viejo de la tribu. Captar el brillo de unos ojos cuando el hallazgo se produce, tras la comunicación de dos mentes en un acto mágico que no siempre se da, pero que cuando sobreviene muestra una fuerza inefable. Noté que explicar lo que sabía (y lo que aún hube de aprender) me encantaba. Y comprobé que la misma paciencia y perseverancia que me habían caracterizado como estudiante, brotaban de nuevo desde el otro lado del muro académico. Soy pesado, insistente, recurrente, indesmayable. Creo que a pesar de las muchas y crecientes dificultades que comporta, pocas tareas pueden ser tan hermosas como ésta de enseñar al que no sabe (y quiere aprender). De igual modo, pocas pueden ser tan frustrantes, pero uno debe saber seleccionar lo positivo de todo.

En tercer lugar, porque preparar lo que se enseña hace comprender la esencia del aprendizaje, y yo mismo he aprendido muchísimas cosas en todos estos años. Tanto a nivel cuantitativo como cualitativo. Aunque también he olvidado otras muchas, perfilando y afinando el disco duro interno. Pero la resolución de los diferentes problemas que la enseñanza plantea, me ha servido de entrenamiento diario para encarar los que a su vez la vida coloca en mi transcurso. De modo que enseñar me ha ayudado a aprender, pero también a vivir.

Y en cuarto lugar, porque he tenido la suerte de tener un trabajo que interactúa con personas y no con objetos. Con toda la problemática que conlleva (que ahora no abordo, pero que no es menor), el trato con adolescentes es enriquecedor en grado sumo. Te enseñan mucho de lo que desconoces. Trabajas con personas que aún no lo son del todo, pero a las que ayudas con tu ejemplo a tener otra referencia distinta de la de sus padres, que pueden ser buenas, pero que a menudo no lo son tanto. Y servirles de modelo de valores, de comportamientos, de hábitos de vida, complementa también todo lo anterior. Y comprobar los cambios, las mejoras, los crecimientos, es algo hermoso, sin duda. Incrementa la responsabilidad, pero corona con una guinda especial la otra tarea: además de enseñar, he de educar. Aquello a lo que yo siempre me resistí más, pero a lo que acabé sucumbiendo. No se puede enseñar sin educar. Son tareas paralelas e indisociables. Eso lo comprendí mucho después. Pero nunca es tarde para aprender.

Veinticinco años, vistos así, en retrospectiva, no son nada. Y son tanto. Hoy sólo quería comunicar mi alborozo a los pocos fieles que por aquí me seguís. Sabedlo: estoy contento. Llevo estándolo mucho tiempo. Me dedico a lo que nunca soñé. Pero no siempre los sueños son el mejor camino de la felicidad.

martes, 29 de septiembre de 2015

EL PRECIO DEL ÉXITO



De todos es conocida la popularidad actual de las fiestas “de época”, sobre todo las ambientadas en la Edad Media, etapa de la Historia que muchos consideran idílica, fantástica y emulable; lo que no deja de ser sorprendente, por la ignorancia que implica. Pese a todo, cada cierto tiempo, los ediles de las distintas ciudades nos obsequian con ferias o mercados “medievales”, en los que con unos atavíos que intentan remedar cómo se vivía entonces, se llevan a cabo actividades lúdicas y comerciales ambientadas en tales fechas. No hay que alarmarse: sólo son tonterías que traen las diferentes modas de cada momento. En breve, aparecerán las fiestas versallescas, y todo el mundo venderá quesos y predicciones de tarots disfrazados con las pelucas nobiliarias del Siglo de las Luces. O acaso las calzas y los venenos del Renacimiento sean quienes se impongan. Quién lo sabe.

Con todo, dicha tendencia no deja de caer simpática a la gente, que concurre de forma multitudinaria a tales eventos, en los que participa con denuedo, interés y... gran impericia, como se puede ver en esta fotografía. Si se observa, la imagen es simple, pero reveladora. Una diana rústica, apoyada sobre balas de paja, acoge ¡seis flechas!, mientras en la fallida periferia se halla clavado el resto de dardos, en número mucho mayor. 

Una buena metáfora de la vida, si se mira bien. La mayoría intenta dar en el blanco, pero no puede. Habría que prepararse para ello, pero la pericia cuesta esfuerzo y  tiempo, cuando no dinero, y no se considera que merezca la pena, por lo que enseguida se abandona la empresa, y se pasa con rapidez a otro divertimento, pues muchos consideran que así debe ser la vida. Conseguir acertar de pleno requiere insistencia, paciencia, constancia. Lograr cualquier éxito implica asumir los errores como algo inevitable, preparatorio para el éxito, y etapa indisolublemente anterior al mismo. El entrenamiento regular y tedioso, el aprendizaje lento y guadianesco, son el imprescindible precio. Pero la mayoría sólo quiere triunfar ya, de inmediato. Tan rápido como encender el televisor y contemplar cómo Nadal gana Roland Garros, la selección de fútbol o de baloncesto derrotan a todos sus rivales o unos famosos elige a una niña para ser la nueva Voz. Pero, no; no es tan rápido. Hay que pringar mucho antes. Hay que tirar muchas flechas. Y fallarlas. Y no desanimarse en los inicios. Y continuar. Y seguir lanzando. Hasta que la regularidad de la repetición vaya desvelándonos poco a poco la grandeza de poder lograr un triunfo que no ha de ser necesariamente contra alguien, sino en combate propio, contra la parte más endeble, cobarde e inútil de uno mismo.

Fiesta medieval de Vannes (Morbihan, Bretaña, Francia)
Julio de 2015 ----- Panasonic Lumix G6

miércoles, 26 de agosto de 2015

LOS LIBROS SOBRE LA CRISIS

Pese a que apenas ejerzo, mi formación de historiador me impulsa siempre a la búsqueda de las causas de cualquier hecho, de cualquier situación. En el hallazgo y la comprensión de las mismas se halla siempre la tranquilidad de poder disfrutar aún más de las cosas buenas de la vida y de intentar que las malas no prolonguen su existencia, impidiendo su repetición. Pero entender las causas requiere al menos tres cualidades: en primer lugar, interés (para iniciar el proceso); luego, estudio (para conocer lo sucedido, desde varias perspectivas posibles); y por último,  paciencia (para aguardar los resultados sin abandonar antes de tiempo). Debo advertir que nunca he sentido carencia de ninguna de las tres. Me siento afortunado por ello.

Sin embargo, llevo unos años en que esa fortuna no me aleja el malestar -por otro lado, demasiado común y cotidiano- por la situación en que ha terminado nuestro país, al despertar de sus delirios de nuevo rico por la brutal realidad de la crisis que a la mayoría nos ha afectado. Desde hace un par de cursos, por ello, me he dedicado a leer lo que personas mucho más sabias o expertas que yo han querido publicar sobre nuestra crisis y de lo que la ha producido, pero sobre todo, sobre las diversas propuestas para salir de ella. No han sido pocos, he de confesar. La “literatura de la crisis” lleva varios meses acumulando en mis anaqueles ejemplares de unas cuantas  obras. No sé si las principales, pues en esa lista faltan Gay de Liébana y Niño Becerra, por ejemplo. Pero a pesar de ello puedo, a estas alturas, emitir un dictamen y alguna recomendación.

El dictamen es simple: estamos demasiado inmersos en el problema como para que nuestra capacidad de análisis no se contamine desde el mismo inicio; falta perspectiva temporal y nuestras sensaciones priman sobre el intelecto. Aun así, el dictamen se completa con otra afirmación menos disuasoria: hay suficientes libros escritos como para hacerse una idea cabal de lo sucedido. Por tanto, quien lo desee puede enterarse con bastante aproximación, mientras aguardamos lo que los historiadores nos digan dentro de quince o veinte años.

Las recomendaciones serán más subjetivas, pero aun así las expongo sin rubor.

Desde luego los mejores libros no serán los que salieron en los primeros meses, en el revuelo inicial del desconcierto; aquellos como Indignaos, de Stéphane Hessel, la recopilación de artículos de variados autores de Reacciona, ni mucho menos el opúsculo de Federico Mayor Zaragoza, Delito de silencio, a pesar de su claridad y capacidad estimuladora. Todos ellos mueven a la acción más que mostrar inteligentes análisis sobre lo sucedido. Se centran más en el qué hacer que en la comprensión, en la llamada a la militancia que en la explicación precisa de cuanto ha sucecido.

Tampoco, desde luego, en libros colectivos como 40 preguntas y respuestas para entender la maldita crisis, Economía para andar por casa, o Europa al borde del abismo (aunque éste contenga las mejores y más clarificadoras páginas sobre el caso islandés que yo haya leído). Son libros en plan recetario, cuya agradable lectura puede ayudar a formar una opinión, pero cuya intención no fue globalizadora sino coyuntural.

Ni siquiera obras cuya intención divulgadora, simpática y cercana, como No estamos locos, de El Gran Wyoming, La jungla de los listos, de Miguel Ángel Revilla, o todos los del prolífico Leopoldo Abadía. Todos ellos son libros que aprovechan el tirón mediático de sus autores, su fluidez y cercanía comunicativa, y también su oportunista claridad pseudo-demagógica de fácil asimilación. Uno no plantea que lo que escriben no sea cierto, ni que el humor no sea necesario incluso ahora, pero son análisis que podría realizar cualquiera con un mínimo de intelecto, si se pusiera y sistematizara cuanto piensa y siente.

Mucho menos, las dos obras que me han parecido peores (eso sí, leídas en su integridad, pese a mi idea hedonista de la lectura). Me refiero a Indecentes, de Ernesto Ekaizer, abstruso, desordenado, escrito al albur de la verborragia radiofónica que lo caracteriza. Y a El dilema de España, de Luis Garicano, que, aunque germánicamente claro, demasiado partidista y monolítico en sus ideas.

Las obras que creo que más han iluminado mis ignorancias, alimentado mis curiosidades y ofrecido ideas contundentes con las que poder argumentar, discutir, explicar, son estas tres. A nivel específico, sobre la base real del problema,  el del dinero: El hundimiento de la banca, de Íñigo de Barrón Arniches. Claridad, conocimiento de lo que habla, alto grado de objetividad: ésos son sus valores. A nivel global, donde se explica con detalle otra de las realidades de la crisis, la privatización del Estado del bienestar, Piratas de lo público, de Antón Losada. Aunque también partidista, el análisis a que somete los tres principales ámbitos en que la crisis se ha cebado (educación, sanidad, servicios sociales) es preclaro y estremecedor, sin que por ello falte la propuesta en cada caso para recuperar el bienestar de hace tan sólo quince años. Y por fin, aunque no en último lugar, el ensayo Todo lo que era sólido, donde Antonio Muñoz Molina, con la espléndida prosa que lo caracteriza, nos recuerda la mutabilidad de todo, la obligación de llegar a acuerdos, la necesidad de pedagogía de la democracia y que la honestidad y la eficiencia rijan nuestros destinos para recuperar lo que tanto costó conseguir, y que tantos dieron por logrado para siempre.

Ni que decir tiene que admito recomendaciones de vuelta.

miércoles, 12 de agosto de 2015

LA COHERENCIA



Hace años, cuando alguien me preguntaba por los rasgos que debía poseer alguien para que me gustara, respondía invariablemente que además de la inteligencia y el sentido del humor la clave estaba en la coherencia. Es decir, la concordancia entre el modo en que se piensa, se siente y se actúa. Es lo que viene a recordar el texto portugués de esta pintada hallada en uno de mis paseos por Oporto. Por aquellos tiempos, la coherencia para mí era lo más (o casi). Yo, en aquella, era más idealista, más radical y dado a los extremos. También, menos conocedor de las esencias del ser humano. Y más joven, por supuesto.

En etapas siguientes, he ido comprobando que, si se busca precisamente la coherencia, mal se puede exigir aquello que uno mismo cumple menos de lo que desearía. Porque la realidad es que lo que se observa de continuo es una sucesión de incoherencias de grado variable, pero excesivas como para ser consideradas excepciones. Uno puede desear extremos de pureza (es legítimo y hasta deseable), pero si su consecución implica coordinar una enorme cantidad de fuerzas disparejas y en constante enfrentamiento, las victorias no pasan de ser pírricas ilusiones demasiados espaciadas en el tiempo. Yo deseaba dicha pureza, pero la realidad de la vida me mostraba a diario otras piezas inesperadas del puzzle que motivaban la constante revisión de mis expectativas. Entonces, los requerimientos para conseguir mi subjetiva aprobación fueron rebajándose, desde la exigencia de la “coherencia” plena hasta observar la “menor incoherencia” posible. El matiz no es baladí ni truculento. Daba por supuesto de ese modo que la naturaleza humana es por lo común incoherente, sometida a demasiados vaivenes y empujes contrapuestos. Y así trataba de hacer más realista mis exigencias, de idéntica forma a como en mi profesión he ido ajustando con los años mis pretensiones didácticas a las circunstancias socio-académicas de cada momento. 

El objetivo es pues, sustraerse a la incoherencia que nos asalta de continuo, a diario y en cualquier esquina de nuestra vida corriente. Me atrae más quien menos desajustes obtenga entre lo que piensa, lo que siente y las maneras en que finalmente obra; aunque no me guste la ética de sus actos. En buena lógica, me interesan menos aquellos en quienes pensamiento, sentimientos y actuaciones operan por libre en cada momento, y dejan muestras de su aleatoriedad sin aunar criterios que uniformen la trayectoria personal; aquellos que más que llevar a cabo rectos trayectos, dichas personas se dejan llevar por quebradas y cambiantes sendas, siguiendo los dictados alternos de pulsiones que no controlan o que, al menos, no ponen a remar al unísono en la misma dirección. 

Por descontado debe quedar claro que no sé qué es lo correcto. Pero esto que digo es una muestra coherente de uno más de mis prejuicios, los cuales ayudan, eso sí, a que mi grado de incoherencia sea el mínimo posible para que yo mismo no abomine de mí, como he ido alejándome de tantos que me fueron cercanos y, poco a poco, me fueron pareciendo demasiado alejados de cuanto me parece grato.

Pintada en una de las calles de Oporto (Portugal)
Enero, 2013 ----- Panasonic Lumix G6

lunes, 10 de agosto de 2015

SER ENTREVISTADO

Uno de los géneros literarios (sí, ¡literarios!) que más me atrapa es el de las entrevistas. Me encantan las entrevistas. No de ahora. De siempre. Sólo que antaño las leía cuando caían en mis manos y hoy lo hago de forma sistemática, incluso en formato libro. Las leo por docenas, y constituyen de los momentos de lectura que mayores y mejores sensaciones de placer y “rentabilidad” me procuran. Las entrevistas me han dado mucho. Pero también instilaron en mí un deseo creciente que no se ha visto colmado sino en su esbozo inicial: ser entrevistado.

De siempre anhelé ser objeto de una magna entrevista. Lo que suponía ya el hecho en sí, era que sería por ser interesante, o famoso o poseer algún tipo de cualidad o gesta sobresaliente que la hiciera inevitable. Pues eso era en esencia lo que yo buscaba (lo sé ahora; entonces pensaba que sólo quería la entrevista en sí misma), mostrar a los demás cómo era el objeto de su  interés (hipotético, aunque fuera de duda para mí). 

Y, sí, alguna vez he sido entrevistado con cierto reflejo en la prensa escrita. Algunas presentaciones de revista literaria, algún escándalo sonado provocado en una revista universitaria, algún premio literario de segunda o tercera fila. También, con mayor frecuencia, para los trabajos que mis alumnos han de llevar a cabo para otros profesores, por lo general de Ética o Literatura, aunque también para mi disciplina, la Historia. Me he prestado siempre a ello con facilidad y no poca satisfacción, a pesar de conocer la escasa trascendencia de tales cuestionarios. Pero en el fondo todas esas entrevistas me van dejando un regusto algo ácido de lo que podría ser LA gran entrevista, aquella que yo ansío en realidad, pero que no llega. 

Dicha entrevista sería algo con mucha dilatación en el tiempo, que no tendría límites prefijados. En ella, alguien (hombre o mujer, sería indiferente) que conociera perfectamente mi trayectoria y mis obras, tanto literarias como fotográficas, de aguda rapidez y perspicacia inteligente, abordara conmigo, y sin ninguna restricción en las formas y en su duración, todos aquellos temas que me fueran gratos o básicos en mi vida, trascendentales o banales, pero conectivos y sucesivos sin solución de continuidad. Ya digo, sería LA entrevista. Aquella que extrajera cuanto llevo dentro y ya hubiera expuesto en mi obra; o tal vez no estuviera en ella, y sólo en el formato conversacional se revelase al fin. Sería una entrevista modeladora, una pintura total de mi persona, entendiendo por total, lo que uno conoce de sí, que no es ni todo ni acaso lo mejor. 

Nunca ha tenido lugar, como se deduce con facilidad de las líneas precedentes. Y aunque no desespero, siendo sincero no parece probable. (Aquí debería confesar que he barajado dicha situación como argumento para una obra de envergadura. Pero dicha envergadura ya era demasiada cuando aún escribía con mayor extensión. Y ahora ya queda en las antípodas de las islitas que abordo.)

A estas alturas, yo ya sabía que el escritor Milan Kundera, progresivamente celoso de su intimidad, fue restringiendo el modo y el número de entrevistas que concedía, hasta el punto de que ya sólo las respondía de forma escrita. Pero de lo que me entero hoy es que su punto culminante tuvo lugar cuando a la enésima propuesta de una revista muy importante, pleno de hartazgo, llamó a un fotógrafo, Ferdinando Scianna, a quien le dijo lo que sigue: “Les he pedido que la hagas tú, pero la quiero escribir yo, tanto las preguntas como las respuestas. ¿Querrías firmarla?”. El fotógrafo aceptó encantado.  Amparado en tan revelador ejemplo, yo no descarto para nada la idea. Es más, la valoro como un hallazgo. Tanto, que me pongo a ello de inmediato.

sábado, 8 de agosto de 2015

EL MAESTRO ENSAYA


Tras unos segundos de respiración, el cuerpo se acomoda, se sienta, ocupa su espacio. La cabeza y las manos buscan su encuentro en la confluencia con el instrumento. Unos segundos más para afinar el temple de las cuerdas, que aguardan tensas, como el aire que todo lo envuelve. Los ojos no se desvían de su profundidad interior; en ningún momento han levantado su vuelo. El instrumento lo ocupa todo, la memoria recupera sus automatismos, y el recuerdo de las notas se ordena por completo. La pequeña sala arde por el silencio que pueden conjugar un cuerpo, una silla y un violoncelo con su arco. Unos segundos más de pausa, como si aguardara una señal divina para la epifanía. Al final, las manos inician con suavidad el acercamiento a la posición de inicio. El escaso pelo desordenado, blanco, testigo decreciente de tantas situaciones similares, muestra el contraluz de la iluminación trasera. El maestro está dispuesto una vez más a probarse a sí mismo. A lograr la magia de simular un cuarteto de cámara con un solo instrumento. La concentración alcanza su clímax preciso. El arco llega por fin a las cuerdas, posándose unos segundos sobre ellas, con un contacto mínimo y delicado, como si absorbiera  energías dispersas en el pequeño recinto. En el último momento, el maestro comienza el ensayo. Otra vez Bach y su Suite para cello nº 1 inunda la sala para él solo, ahora; para todos, siempre.

Mstislav Rostropovich (Pintura de J. P. Blanchard,en la exposición "Symphonie pictural" de la Abadía aux Dames, en Saintes -Charente Maritime, Poitou-Charentes, Francia-
Julio 2015 ----- Panasonic Lumix G6

martes, 4 de agosto de 2015

POR QUÉ VIAJO

Viajamos. En demasiadas ocasiones, sin plantearnos la motivación. Sólo nos interesa el dónde. También el cuándo. Las más de las veces, atendemos al cuánto (tanto en duración como en coste). Pero no siempre buscamos los porqués de dicho comportamiento. En su definición se halla, en cambio, la magia de su naturaleza.

Conocer. Explorar los límites de la resistencia. Cambiar el registro cotidiano. Alejarse de cuanto nos es propio. Olvidar. Extasiarse ante las novedades que registren nuestros sentidos. Comprender en la lejanía lo que, inmersos en lo habitual, no captamos en su esencia que, acaso, favorezca la distancia. Agotarse. Mostrar que la curiosidad es un atributo animal compartido, pero básico para el intelecto humano. Comparar vidas, costumbres, ambientes, sensaciones, sonrisas, vestimentas. Vivir.

Yo viajo para ver lo que nunca vi. Para aprender en directo lo que suelo enseñar de leídas (u oídas). Para probar sabores que en mi entorno están seriados o estereotipados. Para contemplar distintas combinaciones de atmósfera, aguas, tierras. Para saciar mi curiosidad infatigable sobre los asuntos más diversos. Para conseguir fotografías que antes he imaginado, o que sé que van a surgir, inéditas, únicas, personales. Para buscar dificultades cuya resolución compense y supere los esfuerzos requeridos. Para comparar admiraciones sobre los logros de mi especie y sentir satisfacciones legítimas, aun ajenas. Para comparar lamentos sobre las aberraciones propias de mi especie, y maldecir la estupidez compartida, aun ajena. Para relativizar todo cuanto he llegado a saber y para suscitarme nuevas dudas razonables (y otras que no lo son). Para personalizar mi imagen del pequeño universo al que podré acceder. Para compartir un destino durante unos días con quien más quiero. Para otorgar a las conversaciones un tinte trascendente que no brota en la cotidianidad diaria. Para buscar inspiración de la que beber un tiempo. Para educar mi sensibilidad. Para llenarme día a día de un cansancio acumulativo, pero preñado de justificación significante. Para coleccionar recuerdos que apurar cuando la vejez lo limite o lo impida casi todo. Para que mis sentidos reciban lecciones nuevas y avanzar en mi eterna condición de eterno  aprendiz. Para sentirme orgulloso, y más grande. Para sentirme más humilde, y más insignificante. 

Pero también para cansarme de viajar y anhelar el regreso. Porque, en definitiva, viajo para que me entren ganas de nuevo de estar donde estoy, siendo un tanto diferente del que fui.

sábado, 20 de junio de 2015

JUZGAR A LOS ALUMNOS

Por estas épocas regresa a mí el particular malestar que mi profesión me procura unas pocas veces al año (habitualmente, tres o cuatro), cuando tengo que evaluar a mis alumnos y ponerles una nota. Porque lo que tengo que hacer, en realidad, es establecer un juicio: o sea, juzgar.

Yo nunca quise ser juez, pero mi profesión me obliga a ello. No es nada malo, pero a mí me provoca malestar siempre. En algunos casos, hasta me provoca discusiones, broncas, desplantes, disgustos, enfrentamientos, etc. Esto es así porque, como humano inteligente que soy, pienso que puedo fallar en el juicio, y eso me desazona. Los humanos cretinos o malvados, no contemplan jamás el error en sus dictámenes, y por tanto a ellos no les acucia este problema. En cambio yo, cuando pongo una nota al final de un curso, aun sabiendo que según los parámetros establecidos, y recogidos en la programación didáctica correspondiente, son los correctos, me queda siempre un asomo de duda sobre si ese simple número sin decimales refleja lo que esa persona ha llevado a cabo a lo largo de esos nueve meses largos.

Este año me provocaron ese desasosiego dos casos concretos. El de un alumno de 2º de bachillerato, quien, a medida que transcurría el curso, me planteó un neto pulso del tipo: “¿cómo me vas a dejar con una sólo?”. Y el de una alumna muy jovencita, de 1º de la ESO, que se ha esforzado todo el año, ha hecho cuanto se le ha pedido, pero por sus limitaciones no llegaba más que a atisbar algún 4 de vez en cuando, y a la que, como al anterior, sólo le quedaba la mía.

Los dos casos se parecen, pero no pueden ser más distintos. Sólo les une su condición de única asignatura pendiente. Lo demás difiere por completo. En actitud (la de la chica ha mostrado a sus 12 años mucha mayor madurez, responsabilidad y capacidad de esfuerzo, que el otro a los 18). En circunstancias familiares (los padres de la chica han estado preocupados todo el año por ella, y han seguido de cerca el proceso; los del chico no se dignaron a hablar con tutor o conmigo en ningún momento hasta la fecha). En consecuencias académicas (un suspenso en 1º de la ESO es muy asumible, se puede pasar al curso siguiente; uno en 2º de bachillerato, te deja un año repitiendo con una materia, perdiendo muchas posibilidades de matriculación y/o laborales). En consecuencias psicológicas (que no requieren mayor comentario). Y más etcéteras (que tampoco lo precisan).

Ante ello, hay que tomar una determinación, esto es: un juicio. En el caso de la chica, opté por encomendarme a las compañeras del departamento de orientación, quienes recomendaron su aprobado excepcional atendiendo a razones psico-pedagógicas. Propusieron también una serie de tareas que ella cumpliría durante el verano. Acepté su consejo sin pestañear, y así quedó aprobada, a la espera de lo que suceda el curso que viene, donde, probablemente la exigencia del recorrido haga que se estrelle contra su muro personal. O no. ¿Quién sabe?

En el caso del chico, me decidí por ratificarme en la nota puesta al principio, y dejar su asignatura pendiente, con lo que debería repetir con ella tan sólo. Un despropósito, tal vez, pero que él mismo se había buscado por su indolencia, su pereza, su desinterés (y el de sus padres), su mala estrategia y tu torpeza táctica. Seguramente, eso le sirva de lección. O no. ¿Quién puede saberlo?

Ambas calificaciones intensifican mis zozobras sobre mi labor de juez. Jamás sabremos qué efectos habrían tenido decisiones contrarias. Por eso, no quiero juzgar. Sólo deseo enseñar (a quienes se dejen) y educar (a cuantos me asignen en cada grupo).

domingo, 7 de junio de 2015

UN DESEO FUGAZ, AUNQUE RECURRENTE


Regresaba de caminar, y poco antes de doblar la esquina de la calle donde viven mis padres, recalé en esta pintada. No la había visto otras veces, de modo que deduzco que es cosecha de estas últimas elecciones celebradas el mes de mayo. Por fortuna, llevaba encima el móvil, y no dudé en hacerle una foto, porque su mensaje impacta nada más verse. ¡Vaya si impacta!

No hay nada que explicar sobre lo que plantea, porque el mensaje es lapidario (y nunca mejor dicho), pero es conveniente resaltar que quien realizó la pintada tuvo un amago de gusto por la aliteración que no conviene soslayar. No es ya que alguien suelte un exabrupto en la pared de un edificio en un barrio de extracción social media; es que quien se tomó el trabajo de realizarlo, debió entender que la pintada en sí no valdría tanto si no le añadía algo de “literatura”, por si acaso. Y es verdad que las tildes no se hallan donde debieran, y que las admiraciones finales a la inglesa, revelan la abusiva influencia de los breves mensajes que inundan las redes sociales; pero el subrayado de la palabra final compensa las deficiencias acuciadas por la prisa.

Paro y paredón no tienen semánticamente mucho que ver (como no sea que con el procedimiento drástico del paredón se podría reducir el paro; pero parece algo extremista y de dificil consenso aun entre políticos neoliberales). Sin embargo, por arte del grafitero en cuestión ambos vocablos nos remiten de golpe a un deseo popular de determinados sectores que convergen en dos castigos tremendos que parte de los ciudadanos desearía aplicar a los políticos en general, y a algunos -seguramente- en particular. Viene a decir que los políticos se merecen quedarse sin empleo (y así experimentar lo que tantos en los últimos tiempos), y también que, ya puestos, todos se han hecho acreedores de un fusilamiento en serie.

Lo que el enfadado pintor clandestino plantea es irrealizable. Pero, por un instante, uno se suma siquiera momentáneamente a la salvajada que comporta ese desiderátum. Aunque sólo fuera porque lleva uno varios años aguantando embestidas llenas de ignominia, a cual más sobresaliente, en una carrera loca para hallar un latrocinio más vejatorio o un escándalo más impactante, para ver quién dice el dislate más provocador, o comprobar de dónde se sacan la última idea con que esquilmar las arcas públicas, buscando cómo amargar más la vida del ciudadano medio, intentando el más difícil todavía en el arte del engaño y la truculencia. Aunque sólo fuera porque uno ya no aguanta más (incluida la pasividad que permite que los golfos apandadores campen a sus anchas, sin miedo a represalias suficientemente coercitivas), aunque sólo fuera por el hartazgo que la situación política de los últimos años ha sobrepasado sus límites razonables, aunque sólo fuera por eso, uno, hoy, ha mirado esa pintada, le ha hecho la foto, ha guardado el móvil y brotaba de dentro una sonrisa sardónica que venía a significar una palabra tan sólo: ojalá.

Pintada en una pared de la calle Cinco de Mayo (León, Castilla y León, España)
Junio de 2015 ----- Cámara de iPhone 6 Plus

jueves, 4 de junio de 2015

SIEMPRE HAY ALGUIEN AHÍ FUERA

A menudo me entretengo pensando en cuál es mi defecto principal. Con frecuencia concluyo que sería mi egoísmo inveterado. Pero demasiadas personas me acotan diciéndome que no, que quizá en el pasado, pero que hoy, a pesar de todo, no sería mi principal defecto. No concluyen que no lo sea, sino que no sería lo que más problemas me acarrearía. Lo cual me deja tranquilo sólo a medias. Aun así, después de darle muchas vueltas a la cuestión, y deshojando varios árboles de miserias variadas, doy en afirmar que mi principal defecto es mi tendencia insuperada a la procrastinación. Como no todo el mundo conoce esta palabra tan fea, aclararé que se trata de una dilación habitual de las tareas obligatorias, un aplazamiento de tramo en tramo, dejando para mañana lo que debería hacer hoy (o ayer). En mi caso, afecta sobre todo a la corrección de exámenes, a la redacción de actas, a los trámites bancarios, a la preparación de equipajes, a la limpieza de determinadas partes de la casa... En fin, algo habitual entre avezados miembros del club. No obstante, el aplazamiento constante de esas tareas engorrosas, no sólo no afecta en exceso a mi modo de vida habitual, sino que en algún caso, hasta me regodeo en ello y le otorgo cierto marchamo de distinción. Luego, no debería considerarlo como un defecto en última instancia.

Sin embargo, cuando esa procrastinación afecta a lo más sagrado, a la zona de mi creatividad literaria o fotográfica, es cuando la desesperación puede llegar a anidar a mi lado de manera sospechosamente persistente. Y me pasa con frecuencia. Sobre todo, con este blog.

Esta bitácora personal, pretendía aunar los universos que más hacen entrechocar mis neuronas: las imágenes y las palabras; ambas con un sentido artístico o, al menos, estético. Y a fe que lo ha conseguido. Lleva varios años funcionando. Con peros, sin embargo. Ha acumulado muchos altibajos en su calidad, propios de una bipolaridad aún no diagnosticada. También se detecta demasiada irregularidad temporal, constatable a poco que se revise el historial de entradas.

Y es que resulta difícil escribir o mostrar fotografías cuyo impacto en quienes me leen o me siguen muy pocas veces se concreta. Lo cierto es que yo tampoco predico con el ejemplo, pero eso resulta secundario ahora. El caso es que muchas veces uno tiene la dulce tentación de escribir sobre algo que ha sucedido o que haya inventado, o algo pensado con cierta asiduidad, o sólo buscar un juego con las palabras; o tan sólo sacudirse unas ironías del escondrijo interior, que siempre viene bien para airear las entretelas. Muchas veces tengo esa tentación, digo, pero la mayoría de ellas acabo no haciendo nada. Sobre todo en los últimos tiempos. Para qué, me digo, si nadie me lee, si nadie contempla mis fotos. Y la tarde o la noche discurren por derroteros más trillados, más convencionales, más olvidables.

Sin embargo, incurro en un error de bulto, y hasta peco de injusto. Porque siempre hay alguien ahí fuera que lee lo que uno escribe, que disfruta con las imágenes que uno ha captado o creado. Y si no lo demuestran, no significa que no suceda. Y hay pruebas de ello. Hoy, una compañera muy querida me ha hecho notar que ayer leyó con gran deleite lo que aquí dejé escrito. Y no dijo sólo un “me gustó mucho”. Fue desmenuzando, cual crítica literaria, las partes de que constaba, lo que cada una de ellas le fue sugiriendo, lo cual demostró un nivel elevado de lectura consciente. Incluso fui interrogado sobre el método de escritura de esos párrafos. Ni que decir tiene que, además de con el café y el pincho, hoy engordé mucho más que otros días, gracias a su compañía y a su sorprendente revelación. Y aunque esas charlas de café suelen tener mucho humor y mucho caos temático, yo hoy por dentro lloraba, y mucho. De felicidad, claro. ¿Cabe mejor excusa para que entierre definitivamente mi procrastinación en lo más profundo del Tártaro?

miércoles, 3 de junio de 2015

A MAL TIEMPO, BUENA COMIDA


No sirve de nada enfadarse con el mal tiempo. Incluso cuando los días no abundan, y estás de vacaciones en tierras ajenas. La meteorología es ajena a todo, y discurre por sendas que nadie puede siquiera prever más que a nivel superficial. Cuando llueve durante todo un día y te obliga a estar bajo techado y el día siguiente amanece jarreando de igual modo, prometiendo parecida diversión, enfadarse no trae cuenta. Es tontería. Y uno no quiere pecar de tonto, aunque sea estando de vacaciones.

En esos momentos, tal vez un libro de viajes y sueños sobre África del maestro Reverte pueda reconvertir la situación y lo hipnotice a uno con una prosa sencilla y atrapante que nos cuente la salvaje experiencia de los viajes verdaderos, contraponiéndola —sin mencionarla— a la que hacemos los turistas reciclados, miedosos y culturalistas. Pero como no sólo de lectura vive el hombre, ni tampoco de la conversación inagotable con quien más se quiere, hace falta más. Entonces, una idea brillante, una intuición memorable, preceden a un guiño cómplice que apenas requiere de más explicación, nos hace tomar los chubasqueros, tomar el paraguas gigante que sólo usamos en verano, salir al pueblo y buscar una tienda específica donde nos vendan algo especial, pues algo especial queremos sentir (cuando nos lo comamos). Porque de comida se iba a tratar la cosa. Pues pocas desgracias sobreviven a una buena comida, sobre todo si es distinta y en la mejor compañía posible.

Aquel día, el milagro tuvo lugar en una tienda minorista que mezclaba la apariencia de cuento de hadas, con la suciedad propia de la materia prima traída por los lugareños, sin perjuicio de tecnología punta que apuntalaba sin problemas la rentabilidad evidente del negocio. Allí nos vendieron setas. Boletus edulis, para ser más exactos. No recuerdo cantidad ni precio, pero sí el olor penetrante a tierra, a seta recién cogida, a humedad, a expectativa gastronómica, a fiesta por venir. De vuelta al vehículo, la experta me impartió algunas instrucciones preparatorias y, después, procedió a elaborarlas con nada más que algún añadido natural: ajo patrio, jamón serrano bien curado y aceite de oliva virgen extra, todo ello traído exprofeso para ocasiones como la que nos ocupa. Cuando los jugos y las texturas crepitaron como los cánones indican, los aromas mezclados de los jugos lo inundó todo, y los sentidos cobraron vida, y la luz era más cálida, y los vapores más estimulntes, y ya no notábamos el repiqueteo de la lluvia en el techo.

Al final, como siempre, no podía faltar una prueba, una constancia gráfica de que aquella maravillosa sencillez nos iba a cambiar el día, al menos de momento. Una foto precedió a la fiesta de los sentidos. Lo que no previmos, pues ya casi no lo necesitábamos, fue que, tras la siesta, salió con cierto brío el sol.

Fritada de boletus con ajada y jamón de Teruel (La Chase-Dieu -Haute Loire, Auvergne, Francia-) 
Agosto, 2014 ----- Panasonic Lumix G6

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